‘Nunca imaginé que me los iban a matar así…’

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Cd. Juárez, México

Sandra Rodríguez Nieto

María de Jesús Bilbao dice que cada noche habla con su hijo Israel, asesinado en marzo de 2008 a los 18 años. Cuenta que cuando ella se acuesta, él se sienta a los pies de su cama, vestido de blanco. Ella le pregunta entonces quién le hizo tanto daño. Israel se lleva el dedo índice a la boca y le responde que no puede decírselo.
No es el único fantasma que deambula por su casa. Dice que también habla con su otro hijo, Pedro, muerto a los 27 años después de que un policía le dio un balazo, y con su nieto Arturo, de 17 años, ejecutado de once tiros.
La mujer perdió en total a cinco seres queridos el año pasado, considerado todavía como el más violento en la historia de Ciudad Juárez. A la muerte de Israel y de Pedro le siguió la de su nieto Iván, de 22 años, enfermo del corazón y agravado desde que tuvo que salir corriendo al saber que le habían disparado a su tío Pedro, con quien había crecido como hermano. Después murió su nuera, Marisela Pérez Castillo, una mujer policía asesinada también a tiros mientras se encontraba en el interior de su patrulla.
“Yo no sé ni qué pensar. Nunca me imaginé que fuera a pasar todo esto, que me fueran a matar a mis hijos. Le pregunto yo a mi Padre Dios qué habría hecho que me han pasado tantas cosas”, comenta María, de 64 años.
María tuvo once hijos. Todos crecieron en Salvárcar, una colonia ubicada al suroriente de Ciudad Juárez y asentada en lo que hace apenas 20 años era un ejido.
Su casa fue la segunda construida en la zona, y desde ahí se observaban las labores de algodón y de chile plantadas en la rivera del Río Bravo, mientras que al sur, dice, todo era loma y montones de arena.
Entre sus recuerdos más preciados están las noches de verano en las que se salía al patio a dormir con todos sus niños. Eran otros tiempos, recuerda. Ahora apenas cae la tarde y todos deben encerrarse. En el sector abundan las balaceras. La noche de la entrevista, el pasado jueves 21 de julio, la mujer esperaba el funeral de un joven de 31 años asesinado a balazos ese mediodía a una cuadra de su vivienda.
Dice que, en cuanto escuchó las detonaciones de un arma corta, se acercó a la casa de la víctima porque sabía que hacia allá acababa de caminar su hijo mayor, que también está muy afectado desde que ejecutaron a su hijo Arturo.
“El año pasado se descompuso todo”, comenta la mujer. Pero de entre todos sus muertos, agrega, el que más le puede es Israel, el más chico. “Me lo dejaron todo desfigurado de la cara; lo picotearon, lo amarraron del cuello y eso mismo lo reventó y le explotó por dentro la cabeza. Me lo martirizaron mucho, lo mataron a puros golpes”, dice la mujer llorando.
Israel fue asesinado un Viernes Santo. Su madre lo vio por última vez dos días antes, cuando el joven salió de su casa con otro amigo que lo invitó a tomar unas cervezas.
Al pasar las horas sin que él regresara, María pasó las dos noches sentada a la puerta de su casa, esperando. En eso, dice, escuchó que la llamaba a gritos. “Era tal vez cuando lo estaban torturando”, exclama.
“Yo lo ‘oyía’; aquí sentada estaba esperándolo, porque no me podía dormir hasta que regresara”.
Dos días después de que lo buscó en hospitales y en las estaciones de Policía, por el periódico supo que en la colonia Ampliación Aeropuerto habían encontrado tirado un cuerpo no identificado.
Fue al Servicio Médico Forense y encontró un cadáver con el rostro completamente destrozado. Lo identificó por la ropa y el tatuaje que Israel acaba de hacerse en un brazo.
Como pudo consiguió para enterrarlo en un poblado del Valle, a donde le es más fácil llegar que a cualquier otro de Ciudad Juárez.
La muerte violenta regresó apenas cuatro meses después, cuando su hijo mayor perdió a su vez un hijo, un adolescente de 17 años que fue asesinado mientras trabajaba en un vehículo en el taller mecánico de su padre.
Se llamaba Arturo. María recuerda haberse enterado de que alguien le habló a su nieto para que saliera y en eso le empezaron a tirar. Le dieron primero en una pierna, con la que el joven alcanzó a correr del taller a su casa hasta que le dieron en la espalda, luego en un hombro, después en la cabeza. Once disparos en total.
Pedro vivía con su esposa y su pequeño hijo en Cananea, Sonora, donde dirigía un centro de rehabilitación al que había llegado como adicto. Volvió a Ciudad Juárez sólo para el al velorio de su sobrino Arturo cuando tuvo un problema con su esposa en la casa de los padres de ésta, también en Salvárcar. María dice que la riña fue porque Pedro fue a buscar a su esposa para que alimentara al bebé de ambos, cuando la mujer decidió hablarle a la Policía.
Lo que ocurrió después fue ampliamente documentado por los medios: debido a que Pedro se resistió al arresto, los dos agentes trataron de subirlo a la unidad por la fuerza. Uno de ellos lo tomó por la espalda y otro trató de sujetarlo por los pies, pero Pedro pataleó y el oficial que tenía enfrente levantó la escopeta y ahí, delante de varios miembros de la familia y otros vecinos, le disparó en el estómago.
Pedro murió ahí mismo. Eran alrededor de las cuatro de la tarde. Alguien corrió a casa de María para avisarle y encontraron a Iván, de 22 años y enfermo del corazón. La impresión fue tanta, dice María, que desde ese momento el joven empezó a quejarse de un fuerte dolor en el pecho.
En medio de los trámites por la ejecución de Pedro a manos de un policía municipal, María tuvo que pasar además varios días en el Hospital General, donde Iván estuvo internado hasta que murió, unos 15 días después que su tío Pedro.
Luego mataron a su nuera Marisela Pérez, esposa de su hijo Manuel –fallecido en un accidente automovilístico hace 20 años.
El cuerpo de la mujer quedó dentro de una unidad en la que patrullaban la colonia Morelos II, al sur de la ciudad. El reporte periodístico sólo indicó que ella y su compañero fueron atacados desde un vehículo color rojo cuyos tripulantes les dispararon con ráfagas de metralleta. La nota agregó que ese día, dos de octubre, habían matado a otros dos policías y que entre todos los muertos cerraban la cuenta con las víctimas de ejecución número mil 48 del año.
A María de Jesús ya no le quedan ganas de vivir. El dolor de tanta pérdida agravó también su diabetes de 18 años. Supura por una herida en la pierna. La vida y literalmente la casa se le están viniendo abajo.
Por una de las paredes de la recámara de Israel empezó a ser visible el hueco formado entre los ladrillos de adobe. Cuando llueve, dice, por ahí entra el agua, pero ya no le importa. Puede ser incluso que le quiten la casa.
Las pocas energías que le quedan las utiliza en colocar veladoras para el altar que hizo en la recámara de Israel con las fotografías de todos sus muertos.
Y muy seguido, dice, se pone a arreglar la ropa de su hijo menor. “Nada menos que ayer la saqué para darle una planchadita, y así, le lavo y le doblo sus garritas, ahí tengo todo lo de él. Sus pantalones, se me hicieron arrugados, los saqué y me puse a plancharlos, sus camisetas, todo lo de él”, dice la mujer entre llanto.
“Dios qué habría hecho que me han pasado estas cosas”

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