Desde las vitrinas de Ámsterdam

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Estoy caminando por los pequeños pasillos y pasajes del Red Light District (barrio rojo) de Ámsterdam. La ciudad del sexo, la marihuana y la libertad

Por Nina

Lo primero que me llama la atención es su peluca: larga, por debajo de la cintura, negra y perfectamente lacia. Ni siquiera su minibikini plateado y su cuerpo de formas pronunciadas llaman mi atención tanto como su peluca. Su piel es blanca y, la verdad, no podría decir a qué nacionalidad pertenece.

Después, mis ojos se desvían hacia los dildos y látigos colocados con un perfecto orden en una especie de tablas de madera, arriba de su pequeña cama individual. Ella me mira fijamente al otro lado del cristal. Me hace una seña de que entre. Sonrío y sigo caminando. No puedo negar que me intimida su belleza.

No sé ni sabré nunca su nombre, pero no puedo quitarme de la cabeza esa peluca maravillosa y eróticamente perfecta. Estoy caminando por los pequeños pasillos y pasajes del Red Light District (barrio rojo) de Ámsterdam. La ciudad del sexo, la marihuana y la libertad. Estoy en esta ciudad holandesa por motivos de trabajo, de mi trabajo de gente decente, valga decir, que debe apegarse al establishment social para sobrevivir.

Ya había venido una vez y es, quizá por eso, que esta vez las famosas vitrinas donde las mujeres se exhiben para prestar sus sexoservicios no me parecen tan sorprendentes. Sólo si acaso esa perturbadora peluca… de esa inquietante chica.

Me interesa más, por ejemplo, cómo reacciona la gente ante lo que ve: gente de todas las nacionalidades que camina, antes o después de cenar en los muchos cafés y pequeños restaurantes de esta ciudad, esquivando a las decenas de bicicletas, que también andan por los mismos pasillos, para no morir atropellados por una de ellas mientras son víctimas, al mismo tiempo, del arrebato erótico.

Algunos miran de reojo a las vitrinas, otros lo hacen con vergüenza, otros con pudor, unos más con curiosidad y muchos otros con naturalidad. Los holandeses, supongo, ya ni se percatan de qué es lo que sucede con eso.

Y este servicio está abierto las 24 horas. Día y noche hay mujeres en esas vitrinas. Me pregunto cuántas horas durará su jornada, cuánto cobrarán y cuántos hombres atenderán al día. Cómo será, en pocas palabras, el sexo con ellas. Cómo deciden qué bikini ponerse hoy y cómo decorar su pequeña habitación oscura, con luces de neon, luces negras o luz roja muchas veces.

Ésa, la de la peluca negra, por ejemplo, es la única, de todas las vitrinas que veo este día, que tiene dildos de diversos tamaños y formas, y látigos. La cama es muy pequeña, del tamaño de una individual, y sin excepción tienen un espejo a lo largo de éste que parece tener una doble vista.

La vitrina tiene una cortina roja de terciopelo que es corrida si hay cliente dentro o abierta si la chica quiere exhibirse. Está prohibido tomar fotos y video, y en cuanto esto ocurre, ellas cierran inmediatamente la cortina.

En cada vitrina hay una silla, un lavamanos, sobre el lavamanos una botella gigante de un líquido acuoso azul (que me atrevo a pensar es un desinfectante gigantesco), un extinguidor (la seguridad en todos sus sentidos) y los preservativos, vaya usted a saber dónde estarán guardados. Se me antojaría alguna vez, por ejemplo, hacer un trío con una de estas mujeres y un chico, pero me daría un poco de asquito saber que sobre esa cama se han recostado no sé cuántos durante el día y sabrá Dios qué líquidos estén regados por allí.

Sólo de pensarlo, con lo payasita que soy para la limpieza, se me acaba el erotismo, se me quitan las ganas, se me muere la libido.

Me quedo mirando un poco cómo funciona este sexoservicio que en Holanda está totalmente regulado, donde las chicas tienen derecho a la seguridad social y a todas las prestaciones, a pagar impuestos y hacer declaraciones por vender sus carnes cada noche.

Y veo entrar a las chicas que, supongo yo, son las del siguiente turno. Casi todas son extranjeras. Las más lindas están por la noche. Hay una rubia, delgada, linda y muy joven que entra con un pequeño perro chihuahua en su correa por la puerta lateral de las casas que albergan las cabinas. Me pregunto ¿dónde dejará al perro mientras ella hace lo suyo con sus clientes? Misterios de la prostitución.

Mientras tanto recuerdo las noticias de los últimos meses sobre las prostitutas inmigrantes en La Boquería de Barcelona, donde por apenas unos euros las mujeres casi todas africanas o sudamericanas, realizan felaciones o tienen sexo a plena luz del día en los portales de este famoso barrio catalán. Recuerdo los periódicos españoles haciendo un “oh” grande y extendido por aquella situación revelada. Como si nunca lo hubieran sabido, como si nunca hubieran acudido a ésta en épocas de urgencia carnal. Allí, el otro lado de la moneda: el sexoservicio en Barcelona no es ni turístico, ni caro, ni está detrás de una vitrina, ni regulado ni limpio, ni tiene una repisa para juguetes.

A veces la imaginación se me desborda y lo que comienza en un sitio termina en el otro. Mientras me quedo pensando las contradicciones de este primer mundo y antes de regresar a México entro a una de las sex shop de este mismo barrio. Quiero probarme unas medias y un vestido de látex. En México son carísimos y aquí es pan con lo mismo. Ya veré si entro en ellos y si mis restricciones con la comida por fin surten efecto. Ya les diré. Mientras tanto pienso que lo primero que haré una vez que llegue a mi país es buscar una peluca negra, larga, perfecta y perturbadora. Quiero ser por una noche la mujer de esa vitrina.

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