En memoria del gran Orlando de la Rosa.
El dolor no tiene explicación. Lo sufrimos, pero si queremos entenderlo no ternemos palabras que lo descifren. Para nombrar algo que nos desgarra y quiebra contamos apenas con unos cuantos pobres y limitados vocablos. Si grito: “¡me duele!”, puede ser lo mismo un golpe que el vacío que deja la muerte, la tristeza por el sufrimiento ajeno, o la pérdida del amor.
El dolor es nuestro gran y perenne acompañante. Siempre con nosotros, nos descubre a la primera luz y cierra nuestros párpados en el instante en que nos disolvemos en la eternidad. Es el sudario del fugaz paso por este mundo que algunos llaman valle de lágrimas. Nada más humano que el dolor. El dolor es tan nuestro, que si le ponemos medida, resulta más largo que la vida y más intenso que el amor.
“Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!” Así se quejaba Job nada menos que de la violencia del Altísimo.
Pero tal vez esta murmuración sin esperanza encierre una posible solución al dilema del dolor. La palabra es la luz. El silencio las tinieblas. La palabra es el dolor pero también el silencio lo es. En las entrañas de esta paradoja busquemos la respuesta a la elusiva comprensión del dolor.
Porque hemos querido explicarlo en lugar de vivirlo, porque queremos describirlo en lugar de aceptarlo, nos aprisiona y nos conduce por el más lastimero de los senderos. Si hablo, no encuentro alivio a mi dolor. Si callo ahí permanece, quemándome las entrañas y triturándome los huesos.
¿Estamos entonces ante una más de las inapelables miserias de nuestra existencia? La palabra, lo más humano de lo humano, con lo que nombramos al mundo por el que transitamos, es a la vez descripción y causa eficiente del dolor. “Si hablo, no se calma mi dolor; si callo, ¡qué se va a apartar de mi!”
Esa pregunta tiene un timbre banal y necio y sin embargo debemos formulárnosla. El dolor no puede ser pasajero. El dolor es una condición tan humana como respirar.
El dolor nos duele de muchas formas. Todas inefables aunque pretendamos lo contrario. Entre las más profundas está aquella que acompaña a la muerte de un ser querido porque anticipa nuestra propia finitud y hace real lo que antes sólo fue la sospecha de que el tiempo no es nuestro, nos fue prestado y se nos escurre entre los dedos.
Por eso es que nada podemos decir a quien sabe que nunca más en esta vida escuchará aquel timbre de voz ni sentirá el calor de esa mano sobre la suya. Nada, realmente. Sólo podemos ofrecer compasión. Sólo nos es permitido desear que el sufrimiento se temple en la certeza de que con la muerte lo único que acontece es que alguien ha dejado de estar aquí… mientras los demás aguardamos nuestro propio ocaso.
El dolor por lo inconcluso es quizá más intenso porque es a la vez padre e hijo de la desesperanza. Es la palabra no dicha, la confesión reprimida, el perdón negado. Dice un verso de Cernuda que el amor es lo eterno y no lo amado. Entonces el dolor no nombrado es eterno.
Hay heridas que uno arrastra consigo hasta la muerte, y sólo cabe ocultarlas ante los demás. Quizá algunas heridas nos acompañen al más allá. Pienso en las últimas palabras de Isaac Bábel frente a los negros ojillos del pelotón de fusilamiento: “¡Permítaseme terminar mi trabajo!” No pedía clemencia. No rogaba por su vida o por su pequeña hija. Era un grito de dolor por aquello que dejaba pendiente en el amargo camino de la vida.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias de la Comunicación de la UPAEP Puebla.
28/10/09
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