Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas *Recuerdo de Edmundo

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¿Habrá un mexicano egresado de preparatoria después de 1970 que no haya tenido entre las manos alguna vez un ejemplar de La muerte tiene permiso?

Nótese que mi pregunta no es si ese compatriota leyó el delicioso tomo editado por el Fondo de Cultura Económica. Apuntada la salvedad, creo que no es arriesgado proponer que en la cultura popular, la obra de Edmundo Valadés Mendoza tiene un nicho propio.

El cuento que se desarrolla en San Antonio de las Manzanas es uno de los iconos literarios mexicanos contemporáneos. De esos a los que todos podemos hacer referencia impunemente; es decir, sin necesariamente haberlos leído.

Noviembre fue un buen mes para que se fuera Edmundo Valadés, hace ya quince años, en 1994. El otoño era su temporada. Todas sus grandes aventuras, aquellas que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la más grande aventura, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le dijimos hasta luego… hasta que nuestro propio otoño nos alcance.

Pero no escribo para llorar a Edmundo ni para cubrir su nombre con un manto de nostalgia. Me interesa compartir con el lector algunas imágenes, quizá instantáneas rápidas o gruesos brochazos, del Edmundo Valadés periodista, reportero arquetípico, de esos que el cine mexicano de los cuarenta pudo haber tomado como modelo para una cinta de los chicos de la prensa.

Es difícil hoy saber cuál de las dos vocaciones de Edmundo –literatura y periodismo- fue primera. El mismo no lo tenía claro. A los doce años escribía cuentos, proyectos de novela y pequeñas obras de teatro. Ya mayor, sus sueños de ser reportero fueron arrullados por el run-run hipnótico de las rotativas.

La tentación del periodismo le venía de familia; la literatura era un dolor sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C. Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández Llergo y Edmundo entró a las redacciones sin echar una mirada atrás, apenas un adolescente. La literatura, en cambio, no se le reveló como una certeza sino hasta los 40 años, cuando tuvo entre sus manos la primera edición de La muerte tiene permiso.

“Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras Conversaciones hace muchos años.

Regino Hernández Llergo, esa leyenda del periodismo mexicano a quien deberíamos conocer mejor, fue su maestro, casi su padre. En Hoy, al lado del tabasqueño, Valadés se hizo periodista y al mismo tiempo estuvo a punto de dejar de ser escritor. Esta paradoja la explicaría yo, pero parece más apropiado que sea el propio Edmundo quien lo haga:

“Me metí al periodismo y dejé de escribir literatura. En Hoy hice una entrevista con el sabio botánico Isaac Ochoterena. La entregué y don Regino me dijo: ‘Esto es antiperiodístico’. Entonces me vino un complejo y ya no me atreví a escribir. Empecé mi carrera como formador, secretario de redacción y jefe de redacción. Luego me aventé. Empecé a escribir, incluso sin firmar: hice crítica taurina, hice crítica de cine, cosas de esas, pero no periodismo, hasta que escribí la serie del ‘Cuatro Vientos’, que tuvo gran éxito.”

Era la gran inseguridad de Edmundo, remontada a duras penas. Sólo quien estuvo cerca de él puede entender lo que le costaba superar esa timidez, ese sentirse “un ser así pequeño, minúsculo”.

Los reportajes en Hoy sobre el “Cuatro Vientos”, un aeroplano español perdido en la sierra alta de Puebla a principios de los treinta, fueron la sensación de la temporada. Cuando Edmundo se presentaba en el Café la Habana o en el Kiko’s, la clientela murmuraba con admiración: “¡Ése es el del ‘Cuatro Vientos’!” Valadés había demostrado al mundo y a sí mismo su fuerza como periodista. El propio don Regino exclamó al ver las galeras del reportaje: “¡Caray, qué revelación, no sabíamos que teníamos aquí a un gran reportero!”

Y entonces sucedieron dos cosas que fueron clave para entender esta doble faceta, literaria y periodística de Edmundo. Primero, no siguió siendo reportero. Segundo, allá en la sierra, en la selva, en la choza de una familia mazahua que le dio hospitalidad, se hizo proustiano.

La sola mención del episodio se antoja un pasaje del realismo mágico, y Edmundo parece confirmarlo en su propia narración:

“Me comisionan para hacer el reportaje y compro en una librería, para leer en el camino, Por el camino de Swann. En ese tiempo yo no sabía quién era Proust. Allá en la sierra lo leí, cuando acampábamos en unos cafetales. Nos alojaron en un cuarto lleno de carabinas, machetes y pistolas y en la noche lo empecé a leer: me fascinó desde el principio. Entré a Proust de manera muy fácil, siendo tan difícil. Fue una cosa natural, inmediata. Me atrapó desde el principio y seguí…”

Después su, digamos, no-conversión al periodismo:

“Otro de mis grandes errores fue que en lugar de seguir siendo reportero, volví a las cosas internas de Hoy. Fue mi gran momento, ¡carajo!, y debí haberle pedido a don Regino seguir como reportero. Pero no sé, tenía yo falta de fe, de confianza en mí mismo. ¡Había yo dudado tanto! ¡Tenía dudas de que pudiera, de que supiera escribir.”

A la distancia, los beneficiarios de la obra de Valdés tenemos que agradecer esos conflictos que lo agobiaron. De aquel viaje -y de situaciones parecidas que vivió en los años siguientes- tenemos una pieza periodística que hoy sólo conocemos de oídas, pero a cambio nos quedan dos cuentos que seguimos disfrutando: Las raíces irritadas y Al jalar el gatillo.

Un día tuve una larga conversación con Edmundo sobre periodismo y literatura, tema recurrente y difícil que agobia, asalta, angustia, a quienes tenemos un pie en cada terreno. “No”, dijo tajante, casi violento. “El periodismo no aporta nada a la literatura”. Pero muy avanzada la charla, muy acalorada la reflexión, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir:

“Fíjate que por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la obra literaria”.

Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la anécdota verídica que -como el orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal teje una cadena de frágiles y delicados eslabones-, habría de ser la semilla del más conocido de sus cuentos: La muerte tiene permiso.

Nada más. Nada menos.

Como apreciará el lector, hablar de periodismo y literatura -y del caso particular, personalísimo, de Edmundo Valadés-, es como arribar a un enorme campo de tierra fértil pero sin frutos, armados con sólo un azadón y la idea de hacerlo producir. Sí se puede, claro, pero no en un día. En esta pequeña exploración, sin embargo, podemos señalar la existencia de uno de los frutos del Valadés escritor-periodista, no el único, sí el más conocido: la revista El Cuento, lamentablemente hoy desaparecida.

Tengo la certeza absoluta de que El Cuento es hija de esa mezcla, de ese choque de mundos, de esa dualidad que desgarró a Edmundo durante toda su vida. A fin de cuentas fue un producto periodístico que abrevó en la literatura. Pero de El Cuento, la revista que a lo largo y ancho de América divulgó el género y atizó vocaciones, hablaré en otra oportunidad.

Termino estos recuerdos con un hecho verídico que el lector queda en libertad de atribuir a mi fantasía. Edmundo estaba de vuelta en la casa que Elena Poniatowska describiera como “hecha de menta y caramelo” después de su penúltima hospitalización. Por esas fechas yo era un alto funcionario y debía llevar una representación oficial a cierto evento aburrido y soso. Con mi chofer recorrí el Periférico varias veces sin dar con el salón en donde tendría lugar el banquete. Agotado y molesto al cabo de muchas vueltas, y ya pasada la hora de la cita, descubrí que estábamos cerca del domicilio de Valadés. Fui y pasamos la tarde en un recuerdo de nuestra amistad. Al día siguiente regresó al hospital a morir.

Dos semanas después otro asunto me llevó por el mismo rumbo. En un lugar sobre la lateral del periférico, a poca distancia de la casa “de menta y caramelo”, el chofer detuvo abruptamente el auto. Ahí frente a nosotros, bajo un enorme, iluminado, vistoso anuncio, ¡estaba el salón que pocos días antes no habíamos encontrado!

“Edmundo te estaba llamando”, me dijo una amiga.

Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.

2/12/09

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