PIEDRA DE TOQUE. Aunque nació en Moscú, San Petersburgo es la ciudad que más le marcó como escritor. Y aún hoy, los barrios y casas están impregnados de sus historias y personajes, mezcla de drama y espiritualidad
Fíodor Dostoievski vivió en muchas casas y lugares -nunca más de tres años en una misma vivienda- y tuvo siempre la obsesión de que sus pisos estuvieran en una esquina, con ventanas a las dos calles y cerca de una iglesia de modo que pudiera oír las campanas, música que sosegaba su espíritu. La última casa en que vivió, y donde murió en 1881 meses antes de cumplir los 60 años, entre la Perspectiva Kuznechny y la antigua calle Yamskaya, ahora llamada Dostoievski, cumple con todos estos requisitos y, mientras el visitante la recorre, puede oír doblar a las campanas de la vecina iglesia ortodoxa de Vladímir, convocando a los fieles.
Esta zona de San Petersburgo, conocida como el “barrio de los mercados”, está ahora llena de chechenos y otros forasteros pobres y, por esa razón, se la considera riesgosa para los turistas. Cuando yo visité esta casa por primera vez, hace 40 años, el lugar era más bien triste y solitario, muy distinto de lo que es ahora, bullicioso, popular, promiscuo, muy vital. No existía aún el Museo donde se han reconstruido los seis cuartos a los que Fíodor Dostoievski y Anna Grigorievna, con sus hijos Liubov y Fíodor, se mudaron en octubre de 1878 huyendo del apartamento donde había muerto el pequeño Alexei, una de las tragedias que más hizo sufrir al atormentado autor de Los demonios.
Es una casa modesta, aunque menos ascética que las anteriores, e incluso hasta con algunos lujos, como el juego de tazas de té de porcelana que luce una de las alacenas y el confortable inglés del escritorio donde Dostoievski podía echarse a descansar un rato en medio de las interminables y afiebradas sesiones nocturnas en que escribía, en estado de trance casi siempre, Los hermanos Karamazov, una de sus obras maestras. Alcanzó a verla publicada exactamente un mes antes de morir. Estaba ya muy enfermo. La casa se halla en el segundo piso y, cada vez que subía, el ilustre inquilino tenía que pararse un rato, en el descanso de la escalera, para recuperar el aliento. El médico le había prohibido fumar, pero él sólo respetaba la prohibición durante el día; en la noche fumaba sin descanso mientras escribía y ahí está todavía, sobre su mesa de trabajo, la cajita de cigarrillos que liaba con sus manos nerviosas mientras iba releyendo las cuartillas recién escritas.
A fines de enero de 1881 tuvo la primera hemorragia de garganta. Pidió a su mujer que le leyera uno de sus pasajes preferidos en el ejemplar de la Biblia que llevaba siempre consigo desde que se lo regalaron las mujeres de los “decembristas”, 31 años atrás, en la estación de Tobolsk, cuando pasó por allí, como convicto, rumbo a su exilio de cuatro años en Siberia. Anna era su segunda esposa, 25 años menor que él. Llevaban 11 años de casados y ella, con su energía, devoción y talento, había puesto algo de orden en la vida siempre atolondrada y al borde de la catástrofe de Fíodor. Gracias a esa mujer joven y luchadora, sus finanzas andaban mejor, ella ganaba algo de dinero distribuyendo libros y él ya no tenía que inmolarse escribiendo como un forzado. Se había quitado el vicio del juego que le causó tantos infortunios. Poco después de ese primer desfallecimiento, le sobrevinieron otras dos hemorragias. La segunda puso fin a su vida. Su propia viuda o alguna visita atinó a detener el reloj del escritorio en el mismo instante de su muerte: las 8.38 de la noche. Ahí está todavía ese reloj, 130 años después, marcando la hora siniestra.
Lo enterraron en el cementerio Tikhvinskoe, del monasterio de Alexander Nevsky, en las afueras de San Petersburgo. Es un hermoso lugar, y la tumba de Dostoievski, rodeada de árboles y de flores, con una hermosa estatua que refleja fielmente sus rasgos adustos y su mirada profunda y afiebrada, colinda con las de otros exponentes del genio creativo ruso: Rimski Kórsakov, Alexander Borodin, Modest Mussorgski, Ilich Tchaikovski, Glimka. La mañana que pasé a ver la tumba llovía y algunos visitantes reverentes depositaban en ella manojos de flores. Yo le llevé media docena de rosas rojas.
Aunque Dostoievski no nació en San Petersburgo, sino en Moscú, esta ciudad es la que más lo marcó. Aquí se formó como escritor y en ella se hizo conocido, luego famoso, y fue aquí donde, luego de los 10 años del silencio literario que padeció por haber pertenecido al círculo revolucionario de los “decembristas”, debió reinventarse como escritor. En San Petersburgo fue donde más tiempo vivió. De otro lado, no hay ciudad que parezca más impregnada de sus historias, personajes y la mezcla de truculencia, drama, espiritualidad, desgarro intelectual y misterio de su obra que ésta, sobre todo cuando uno camina por las destartaladas callecitas del barrio de Sennaya, a orillas del Canal de Griboedova, donde ocurren los principales episodios de Crimen y castigo, novela que Dostoievski terminó de escribir no muy lejos de aquí, en una casa de la calle Kaznacheiskaya de este barrio, que también puede visitarse.
Es la más “realista” de sus historias, al menos en el sentido de que los lugares que ella describe están casi todos identificados y algunos de ellos con placas que lo recuerdan. La casa donde Raskólnikov asesina a la anciana Alíona Ivánovna, en el número 104 del Canal de Griboedova, se conserva tal cual la narró, con sus baldosas desiguales, sus paredes descoloridas y sus rejas herrumbrosas, así como sus gentes melancólicas y derrotadas. Hasta la mañana grisácea, lluviosa e impregnada de premoniciones sombrías, parece dostoievskiana. Pero todavía más impresionantes son los lugares asociados a la vida de Raskólnikov, que parecen recién salidos de las páginas de la novela, como la sofocante taberna donde éste confiesa su crimen a Zamíotov o la casa donde el asesino vivió. Hace esquina también y un busto de un Dostoievski calvo y giboso adorna su fachada. El mal tiempo ha borrado la pintura y todo el edificio -en verdad, todo el barrio pobretón y sórdido- parece a punto de descalabrarse. El largo vestíbulo de piedras tiene un techo combado donde el eco repite los ruidos y el patiecillo interior, en torno al cual se aglomeran los apartamentos, es estrecho y tan desangelado como la empinada escalerilla que conduce a las habitaciones. Harta de los visitantes, una vecina que arrastra pesadamente su gordura y su odio a la vida, nos echa de imprecaciones. Un gato maúlla en alguna parte. Es imposible no tener la sensación de que algún asesino devorado por inquietudes metafísicas anda suelto por los alrededores.
La casa museo de Dostoievski insiste en que, contrariamente a la leyenda, el autor de El doble estaba lejos de ser una persona sombría y amargada. Le gustaba jugar con los niños y les inventaba y les leía historias. Y les mostraba su colección de fotografías de escritores y artistas famosos, que, ahora, se exhiben en el cuarto donde Anna almacenaba los libros que vendía. La mayoría de las fotos son de escritores rusos. Entre los europeos, figuran un Quijote eslavizado, unos libros de Charles Fourier y de Hoffman y unas efigies de Victor Hugo joven y de George Sand, escritora que, por un sorprendente malentendido, llegó a ser inmensamente popular entre los jóvenes liberales rusos de la generación de Dostoievski, no tanto como escritora de novelas, sino como ideóloga progresista y luchadora social. Aquí se pueden ver, por fragmentos de la correspondencia, las opiniones que merecieron al dueño de casa algunas ciudades de la Europa occidental durante los viajes que hizo por ellas. La más inesperada: que París era una ciudad aburridísima donde no había nada que hacer.
Después de esta peregrinación dostoievskiana es poco menos que obligatorio que termine el día en el Teatro Mariinsky, viendo una ópera adaptada de El jugador, con libreto y música de Sergei Prokofiev. Aunque la historia y los personajes son los mismos, lo que ocurre en el escenario tiene poco que ver con la novela de Dostoievski, por lo menos lo que de ella recuerdo, pues abundan las situaciones farsescas, los enredos y las caricaturas y el drama se disuelve entre sonrisas. Pero la música es espléndida, las voces magníficas, la orquesta de primera y el vertiginoso barroquismo del local calza como un guante con el espectáculo. Lo único dostoievskiano de la noche es el conductor de la orquesta, Valeri Gergiev, con sus ojos enloquecidos y su gesticulación que pasa de lo templado a lo convulso, de la delicadeza a la brutalidad, del sobresalto al éxtasis, sin transición, dando protagonismo a todos los instrumentos y manteniendo a espectadores, músicos, cantantes (y hasta acomodadores) en un estado de pasmo e inseguridad frenética. La última vez que vi a Gergiev, en Salzburgo, llevaba unos pelos largos y una barba de varios días; ahora, tiene los ralos cabellos bien cortados y se rasura, pero sigue siendo, a la hora de dirigir la orquesta, un poseído, que va siempre más allá de la partitura, un ser ctónico, conectado con las profundidades inquietantes del abismo humano, capaz de convertir un concierto o una ópera en una ceremonia genial y aterradora. Alguien que lo conoce me aseguró que el resto del día es un ser normalísimo, que le gusta empujarse, en los dos restaurantes que posee en San Petersburgo, unos salmones blancos de chuparse los dedos.
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