En la madrugada del domingo 16 de septiembre de 1810, el cura de Dolores, Miguel Hidalgo, fue advertido de que la conspiración insurgente en la que participaba junto con otros notables e inquietos vecinos novohispanos de pueblos y villas vecinas había sido descubierta por autoridades de la Corona española. Ante no más de veinte personas (entre ellos el militar criollo Ignacio Allende, Juan Aldama (también uniformado), alfareros, sederos, dos serenos y demás anónimos, aunque no consta la anatomía del instante, queda en la memoria que Hidalgo se asomó al balcón de uno de los cuartos del curato y gritó “Viva nuestra Señora de Guadalupe! ¡Viva la Independencia!” y, según un testigo, “no faltó quien añadiera: ¡Y mueran los gachupines!”
Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo y Costilla Gallaga Mandarte Villaseñor nació en la Hacienda de Corralejo, cerca de Pénjamo, Guanajuato el 8 de mayo de 1753. A los 57 años de edad ejercía como cura párroco del pueblo de Dolores y participaba en las tertulias de conspiración por la independencia de la Nueva España de la Corona española que se llevaban a cabo en Querétaro, habiendo empezado en Valladolid, Michoacán (hoy Morelia). Según Lucas Alamán, que lo conoció: “Era de mediana estatura, cargado de espaldas, de color moreno y ojos verdes vivos, la cabeza algo caída sobre el pecho, bastante cano y calvo, como que pasaba ya de sesenta años [sic], pero vigoroso, aunque no activo ni pronto en sus movimientos, de pocas palabras en el trato común, pero animado en la argumentación a estilo de colegio, cuando entraba en el calor de una disputa. Poco aliñado en su traje, no usaba otro que el que acostumbraban entonces los curas de pueblos pequeños”.
Según un artículo magnífico del historiador Jorge F. Hernández: Ese hombre comandaba ya a las siete de la mañana de hace dos siglos a más de doscientos jinetes al mando de Luis Gutiérrez, seiscientos hombres sin nombre, armados con hondas, lanzas y algunas espadas al mando de Allende y Aldama. A lo largo del domingo, en tanto seguían las misas y llegaban más fieles, Hidalgo organizó ese primer ejército, encargó la parroquia al cura José María González, se despidió de sus hermanas Guadalupe y Vicenta y hacia las once de la mañana, montó un caballo negro y agarró rumbo para la hacienda de la Erre, camino de San Miguel el Grande (hoy de Allende).
Según Luis Castillo Ledón, una tal Narcisa Zapata, le preguntó a dónde se encaminaba con la tropa y el cura le contestó “Voy a quitarles el yugo, muchacha”, a lo que la joven replicó atrevidamente “Será peor si hasta lo bueyes pierde, señor Cura”. En la hacienda de la Erre, el administrador Miguel Malo tenía ya dispuesta comida y viandas, sobre todo para los jefes y jinetes. Hacia las dos de la tarde, Hidalgo se levantó en medio de los postres y dijo “¡Adelante, señores! Ya se ha puesto el cascabel al gato. Falta ver quiénes son los que sobramos” y pasó a ocupar la retaguardia del pelotón que ya sumaba alrededor de mil hombres, quedando Allende al frente. Pararon en el Santuario de Atotonilco, donde pasaron a descansar los jefes en la sacristía, mientras la tropa se arremolinó en varias de las capillas, todas pintadas y repintadas con murales barrocos del pincel de Miguel Antonio Martínez de Pocasangre.
Queda en la soledad del silencio lo que hablaron en la sacristía de Atotonilco, si bebieron o no vino de consagrar y si fue idea del cura Hidalgo tomar el estandarte guadalupano que allí había o si fue la plebe por iniciativa propia la que se abanderó con el lienzo. No consta que Hidalgo cambiara de monta a un corcel blanco de cinematografía digital, ni que adoptara poses teatrales, ni que se escuchara como música de fondo la Obertura Egmont que recién había estrenado Beethoven en Europa para la obra de teatro del mismo nombre escrita por Goethe…
Lo cierto es que a partir de ese atardecer, en el largo camino que lo llevaría hasta ocupar los libros de Historia con mayúscula, tomar casi todas las ciudades a su paso, incluso arrepentirse de la violencia frenética y sangrienta con la que su ejército ya de miles tomó la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato, habiendo aceptado ser nombrado Generalísimo, con seguidores y compañeros que ya le decían “Alteza Serenísima”, equivocándose en el criterio militar de tomar o no la ciudad de México, discrepando con Allende al grado de que éste y Aldama pensaron mejor envenenarlo, derrotado en el Puente de Calderón de Guadalajara…
El historiador Hernández concluye su texto diciendo: Apresado en Chihuahua, degradado por su Iglesia, fusilado por un pelotón militar y decapitado, para luego quedar en cráneo expuesto (junto con las cabezas de Aldama, Allende, Jiménez en las cuatro esquinas de la Alhóndiga)… El hombre que había perdido a un hermano en la desesperante crisis económica de la colonia que languidecía al amanecer del siglo XIX, el hombre que cultivó la vid, bailaba jarabes y sones, jugaba bien a los naipes y, según Carlos María de Bustamante, era “bien agestado, de cuerpo regular, trigueño, ojos vivos, voz dulce, conversación amena, obsequioso y complaciente; no afectaba sabiduría; pero muy luego se conocía que era hijo de las ciencias.
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Victoria y Anexas/Ambrocio López Gutiérrez *QUE VIVA NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE.
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