Don Rodolfo y ‘El Indio’, una tradición a punto de perderse

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Nuevo Laredo, Tamaulipas.-A sus 90 años de edad, don Rodolfo Martínez Páez aún brega por las peligrosas calles de la ciudad en busca del sustento, actividad que realiza a bordo de un viejo carretón de madera jalado por un asno, tal fiel como lo fue su difunta esposa que falleció hace cuatro años, cuando tenía 71, y quien estuvo siempre a su lado en esta ya inusual actividad.

Nació en la colonia Juárez en 1925, cerca de la calle Iturbide, cuando la ciudad “era apenas un ranchito que nos daba a todos de comer porque no había tanta gente ni tantos carros”, recuerda con cierta nostalgia, aunque dice que ahora le gusta igual que antes porque sigue haciendo lo mismo.

Rodolfo Páez es un hombre muy delgado y en apariencia muy sano, ya que la lucidez y claridad de sus palabras hace pensar que se trata de un hombre 20 años menor, aunque sus venosas manos surcadas por las huellas del rudo trabajo de recoger cosas usadas y pesadas, denuncian su ya avanzada edad.

Desde las 6 de la mañana don Rodolfo sale de su domicilio ubicado en la colonia Buenavista, lo que hace desde hace muchos años acompañado por su fiel burrito de color muy pardo y de nombre ‘El Indio’, el que nunca se ‘raja’, aunque a veces le llama ‘El Llorón’, cuando se queja por tanto peso que lleva encima, a decir de Rodolfo, quien esboza una forzada sonrisa.

Con las manos vacías

“Aquí camino junto con mi burrito. Voy hasta la Viveros y la colonia Victoria, y todo eso camino”, explica de manera amable, aunque en esta ocasión se quejó de que no hubo nada para recoger, y así como salió de su hogar, retorna al mismo… con las manos vacías.

“Mire, ahora no hubo nada…pero otro día habrá, porque Dios es muy grande y no nos deja desamparados”, menciona.

Recoge todo lo que la gente le dé, pero solo cosas pequeñas y no muy pesadas, debido a que su edad ya no le permite levantarlas, y aun así se anima a sortear las peligrosas calles del centro de la ciudad, las que conoce muy bien, ya que en ellas se crió desde que era un niño, a inicios del siglo pasado.

“Me dan cosas pa’que venda, como televisiones, refrigeradores y algunas cosillas para vender como mesas y sillas, las que vendo hasta por la calle por donde ando, y así saco mis centavitos, aunque hay días que no hay y otros que sí hay”, señala.

En forma repentina el asno da un jalón al carretón, pero con mano aún firme Rodolfo tira del lazo que ata el cuello del animal, y lo obliga a detenerse, para continuar con la plática a la que accedió de manera amable.

Tiene cinco hijos, tres hombres y dos mujeres, y quien sabe cuántas nietas, las que ya se casaron, pero ninguno le ayuda porque dice que están igual que él de viejos, y de todos menciona que uno de ellos es hojalatero en un taller cercano a su domicilio.

De su esposa de nombre Esther de la Rosa guarda bellos recuerdos, ya que ella siempre le acompañó en esta penosa actividad. Siempre se sentó a su lado izquierdo, y así se les veía siempre, juntos y felices en su añeja pobreza, tal vez porque sus padres, del mismo oficio, no tuvieron dinero para enviarlo a la escuela, ya que estudió solo los dos primeros años, y la abandonó porque era más importante buscar el sustento que acudir a una escuela.

“Estudié en la escuela que se llamaba ‘El Cuartel del 20’, y ahora creo que tiene otro nombre, pero solo estudié hasta el segundo, pero se leer y escribir aunque sea poquito”, refiere con otra sonrisa apenas visible.

Antes y después

La diferencia que capta Rodolfo en la ciudad, después de haber vivido casi un siglo, es que antes había más ‘vida’ que ahora. Se refiere a que antes había más oportunidades de salir adelante para quienes no tenían la oportunidad de estudiar.

Y es que Rodolfo en su juventud era leñador, pasturero, aguador, y hasta se daba el lujo de vender barbacoa y menudo algunos días de la semana, “y ahora ya no es igual, y aunque está muy bonito ahora, es solo para quienes tienen su trabajo”, explica.

Pero luego reflexiona: “Bueno, quiero hacer otras cosas pero ya no puedo porque ya se me fue la juventud”.

Pese a la diferencia de épocas, para Rodolfo todo es igual, aunque antes tenía que trabajar para mantener a su familia, y ahora lo hace para sobrevivir al lado de una de sus nietas, ya casada.

El carruaje que tripula no es el único, tiene otro en su hogar, también de madera, el que utiliza jalado por el mismo burro, con el que tiene 7 años, acostumbrado a rebuznar cuando se acerca la gente.

No siempre vivió en la colonia Buenavista. Tenía una casa por la colonia Viveros, por donde están los terrenos de la Expomex; dice que allí tenía caballos y otros animales, muy cerca de la orilla del río Bravo, antes de que se construyera el bulevar Colosio.

Durante algunos años dejó de circular por las calles del centro, porque tenía miedo de que le fueran a atropellar, pero luego se animó y se le quitó el miedo a ‘El Indio’ gracias a la enorme fe que tiene en Dios.

Cuando se cansa ‘El Indio’, se detiene unos momentos y come algo de pasto y yerba que crece en las orillas de las banquetas o el algún solar baldío, “y por eso está lechoncito”, dice seguido de una risa más fuerte.

Así pasa la vida de Rodolfo Martínez, día tras día en esta ciudad en donde ya es poco común ver este tipo de carretones o carruajes jalados por una bestia, debido a que la modernidad se impone poco a poco a la tradición y a las costumbres y usos de personas que como este anciano, sobreviven y se aferran a un modo de vida que casi nunca han dejado.

“Antes había muchos como yo, pero ya no hay. Ya hasta mi burrito se sabe las calles, porque cuando ve un carro, se para y mira pa’los lados, y es cuando camina otra vez”, explica.

Al terminar la plática con don Rodolfo, suelta el cordón de ‘El Indio’ y reinicia su camino rumbo a la colonia Buenavista, a pasito lento, y ambos se pierden entre las calles de pavimento y concreto, cargando uno el peso de los años, y el otro el peso del viejo carruaje y su valiosa carga, que en esta ocasión la suerte no le ayudó.

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