De la sorbona al barrio rojo

Abordamos el avión de United en Monterrey, trasbordamos en Chicago y aterrizamos en París, nos dirigimos al hotel asignado, subimos el equipaje y salimos a la calle para perdernos en los alrededores al igual que en los viajes anteriores con la certeza de que en la llamada ciudad luz todo lo que veas es interesante, además, como es una torre de babel nadie se siente extranjero, al menos yo cuando fui por primera vez a Francia, me sentí como si hubiera nacido ahí.

Los días siguientes, con el horario medio recuperado, recorrimos los lugares obligatorios: museos, el hospital de los inválidos, las tullerías, la plaza de la república, el arco del triunfo, el barrio latino y nos alcanzó el tiempo para visitar las instalaciones de La Sorbona en París, nos tomamos la foto frente al edificio y no me aguanté las ganas de ser retratado en la estatua dedicada a Augusto Comte, ilustre profesor de esa institución y padre de la Sociología.

Muy pocos días recorriendo las calles parisinas, los necesarios para que nos queden muchas ganas de volver y seguimos las vacaciones rumbo a Brujas, en Bélgica, ciudad medieval donde una de mis queridas profesoras de maestría dice que cuando llegó ahí le dieron ganas de quedarse a vivir, imagínense ustedes la belleza de los edificios, las iglesias, las casas, la gente amable y la terca lluvia que nos acompañó en el paso por territorio belga.

El platillo fuerte de este tramo fue Ámsterdam ya que la capital de Holanda goza de merecida fama de ciudad de tolerancia, de libertades, de ciencia, tecnología y finanzas, pero, sobre todo, gran fabricante de cerveza ya que ahí tiene sus instalaciones centrales la marca Heineken, aunque hay quienes prefieren llamarla la ciudad del pecado porque ahí es legal el comercio y consumo de la mariguana y uno de sus atractivos es el legendario barrio rojo.

Cuando los turistas llegan una de las primeras cosas que les informan es que en Ámsterdam la prostitución es legal, está reglamentada y las personas que se dedican a ese antiguo oficio hacen su respectiva declaración de impuestos gozando del respeto y la protección de parte de las autoridades, además, sugieren que no les tomen fotografías a las damas que se exhiben semidesnudas en una especie de vitrinas gigantes porque si están de mal humor pueden llamar a la policía que, sin miramientos, arresta a los atrevidos.

Las calles aledañas al barrio rojo de Ámsterdam alojan numerosos cafetines donde se expiden prudentes dosis de mariguana para el consumo personal pero no crea usted que la llamada fatídica yerba sólo puede fumarse porque es tanta la creatividad de los comerciantes holandeses que en los aparadores se ofrecen también dulces, panecillos y otros productos comestibles condimentados con la famosísima cannabis índica; por supuesto, ese trajín que se da principalmente por las tardes, provoca un olor peculiar en la vía pública.

Pero la capital holandesa no sólo es lo que hemos descrito en este apretado resumen vacacional; también tiene paisajes de ensueño como los que pudimos disfrutar a 20 kilómetros de la zona urbana donde visitamos dos tradicionales pueblos de pescadores; en el primero se nota que la pesca pasó a segundo término ya que la mayor parte de sus habitantes son pensionados y jubilados que poseen ahí pequeñas viviendas, los que trabajan se dedican al comercio de mariscos o de artesanía típica de la región.

El otro pueblo de nombre impronunciable donde estuvimos se dedica más bien a la elaboración y comercialización de dulces, quesos, artesanías de cuero y a ofrecer servicios de hospedaje y alimentación de cientos de turistas que prefieren alejarse del ajetreo en las grandes ciudades; uno de los atractivos es que los propietarios y empleados utilizan los trajes típicos de los países bajos.

Ubicada frente al mar del norte, Holanda es un país pequeño y su capital tiene zonas que están por abajo del nivel del mar por lo cual vive en la constante amenaza de que las aguas se rebelen y destruyan esa orgullosa urbe europea, sin embargo, mediante un ingenioso sistema de canales navegables, los holandeses han sabido manejar el exceso de agua (dulce y salada) ganándole incluso terreno al océano y sacándole provecho a las islas minúsculas que les pertenecen.

Con pesar dejamos Holanda para dirigirnos hacia la frontera alemana donde nos esperaba un barco para hacer un paseo de hora y media por el río Rhin desde donde pudimos admirar los viejos castillos construidos desde el auge del imperio romano, además, el recorrido fue el preámbulo para llegar a las ciudades germánicas de Frankfurt del Meno y Heidelberg, centro financiero y ciudad universitaria de Alemania, respectivamente; los días siguientes los pasamos visitando Zürich y Lucerna, en Suiza; ya se habían consumido unos diez días de las vacaciones pero aún faltaba Italia; de eso les cuento en la próxima entrega.

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