Quién contará mis historias?

Hace algunos meses el esposo de mi madre, enfermo de cáncer, fue operado del estómago y, cuando platiqué con él por íºltima vez después de visitarlo en un hospital del Valle de Texas, luego de despedirse de mí­ me preguntó: (cuando muera), ¿quién contará mis historias? Le respondí­ que sus hijos, hijas, yernos, nueras, nietos y bisnietos le recordarí­an siempre y me incluí­ en ese deber prometiéndole que yo narrarí­a sus sabrosas anécdotas.

Gabriel Farí­as Bravo, mi padrastro (que me quiso como un hijo de verdad) falleció la tarde noche del martes tres de diciembre en Edinburg rodeado del amor de su numerosa tribu corregida y aumentada. Para cumplir con mi promesa reproduzco a continuación un relato que él me inspiró. Gabriel, con otro nombre, cuenta la siguiente historia que es la suya (corregida y aumentada):

I

œCuando nos recogieron en Mazamitla, jamás pensamos que estábamos dando paso hacia un mundo donde conocerí­amos lo peor de nuestras vidas. Rumbo a Guadalajara sólo nos animaba la promesa de que en los Estados Unidos ganarí­amos muchos dólares, serí­amos inmensamente ricos y regresarí­amos pronto a nuestros pueblos a vivir como potentados.

En la ciudad donde tomarí­amos el tren por la madrugada, nos hospedaron en un mesón cerca del desde entonces famoso barrio de San Juan de Dios y, como éramos muchachos, no nos aguantamos las ganas de ir al mercado a comer birria y tomarnos unas chabelas (cervezas) de las que tanto nos hablaban los familiares que viajaban con frecuencia a la capital del estado de Jalisco.

En aquellos años Guadalajara era bien distinta, habí­a pocos hoteles y abundaban los mesones donde por unos cuantos centavos lo alimentaban a uno y a su caballo, si traí­a, además a cada quien le entregaban un petate enrollado para extenderlo donde hubiera lugar; uno cargaba su cobija.

No sé si serí­a la birria o las chabelas, a lo mejor era el cansancio por el viaje en carretera desde Mazamitla, lo cierto es que cuando nos repartieron nuestros petates dormimos como si estuviéramos en hotel de lujo. í‰ramos muchachos y ni caso les hicimos a las pulgas y a las chinches que nos dejaron tamañas ronchotas.

La mayorí­a de los que nos montamos en carros de ferrocarril, í­bamos de los pueblos de la sierra de Jalisco, aunque también habí­a unos aindiados de Colima que nos miraban por debajo de las alas de los sombreros, con desconfianza, tal vez porque nosotros éramos gí¼eros y altos de estatura, además, cantábamos con cualquier pretexto actuando como si fuéramos de excursión.

De Mazamitla solo éramos Bruno, el hijo de un compadre de mis papás, mi primo Régulo y yo. Los tres éramos unos inconscientes pues nuestras familias tení­an tierras y no tení­amos urgencia de irnos de braceros, pero la aventura siempre llama y nosotros fuimos de los primeros en apuntarnos para lo del contrato.

Durante los dí­as y noches que hicimos de Guadalajara hasta California tuvimos muchas oportunidades de arrepentirnos ya que hablábamos durante horas y algunos que eran casados hasta lloraban antes de dormirse porque ya extrañaban a sus hijos o a sus mujeres, pero la ambición también crecí­a conforme nos acercábamos a donde barrerí­amos, segíºn nosotros, todos los dólares que necesitábamos para ser ricos en nuestros pueblos. Bruno decí­a que no se preocupaba porque sus padres no lo necesitaban y que, en caso de fracasar en el trabajo que le tocara, regresarí­a en el primer tren para cuidar a sus vacas lecheras, vender quesos de Cotija y hacerse viejo disfrutando las fiestas.

II

Régulo también tení­a resuelto el problema de sus padres a los que nada les faltaba y toda su ilusión era juntar mucho dinero para hacerse artista, componer sus propias canciones y, vestido de mariachi, cantar en las serenatas de Mazamitla y con suerte, hasta en las fiestas de Guadalajara. -Imagí­nate Javier, yo, Régulo, hijo de campesinos de la sierra de Jalisco, presentándome en teatros de Los íngeles o en Nueva York, ya vez que Tito Guí­zar que es nuestro paisano ya es bien famoso en los Estados Unidos y en toda América.

Nomás piensa, orita vamos en este mugroso tren, pero ya con tantos dólares que vamos a juntar, tendremos nuestros propios coches y si tenemos suerte hasta un aeroplano, ya ves que la gente rica dice que anda por el aire. Pero lo que más gusto me darí­a es llegar a Guadalajara y que el periódico saque mi foto diciendo: nuestro paisano Régulo regresa luego de triunfar en los Estados Unidos; claro, eso no serí­a nada para lo que me esperarí­a en Mazamitla donde todos me conocen; las muchachas me aventarí­an flores cuando llegara al pueblo y me rogarí­an que les cantara un pedacito de alguna de mis canciones.

Cada vez que Régulo tiene sus arranques de imaginación y de entusiasmo, hay que gritarle casi para volverlo a la realidad y así­ lo hice. -Mira Régulo, muy apenas sabemos español, vamos a una tierra donde hablan inglés, no sabemos cuánto vamos a ganar, nunca hemos sido ricos, somos campesinos, no artistas, no conocemos a Tito Guí­zar y quién sabe si algíºn dí­a podamos volver al pueblito donde nacimos. Mi amigo de la infancia no se amilanaba; su carácter despreocupado le ayudaba a sobrellevar las penurias y las incomodidades que sufren todos los que emigran en busca de un mejor destino.

Fue en el valle de San Fernando donde conocí­ a quien marcarí­a mi vida; era una trigueña de ojos zarcos, nariz respingada, pelo lacio, no tan chaparra y con una sonrisa que al mirarla hací­an que California y todo Estados Unidos se me hiciera chiquito. Se juntaba todas las tardes con una muchacha que le hací­a ojitos a Bruno y como este querí­a quedar bien, me animaba a que me le acercara: -índale Javier, vamos a hacer el cuatro, son buenas muchachas, mexicanas como nosotros y necesitadas de cariño; andan en el corte de manzana, pero bien vigiladas por sus padres y sus hermanos.

No me hice del rogar porque la soledad es más grande cuando uno anda lejos de su tierra y una tarde me le acerqué con intenciones de conseguir pareja y me estimuló saber que pertenecí­a a una familia muy pobre. -No soy pretenciosa, soy de Montescobedo, Zacatecas; allá tenemos una casa de adobe a donde regresamos luego de venir a pizcar a California “me dijo. Unas cuantas salidas a platicar, la necesidad de compañí­a y la edad me hicieron proponerle que nos casáramos; así­ lo hicimos sin saber entonces que llegarí­amos a hacernos mucho daño.

No regresamos a México, nos fuimos siguiendo los trabajos por California hasta que un paisano nos platicó que en Chicago habí­a mucho empleo para gente que quisiera hacerlo a destajo. Cuando llegamos a Illinois, la cara de Socorro reflejaba la felicidad de los primeros meses de matrimonio y la ilusión del primer embarazo; no le importó que nos instaláramos en un cuartito muy incómodo ni que compartiéramos los alimentos con Bruno y Régulo.

Fue en Chicago donde Régulo se hizo peluquero, oficio que inició trasquilando viejitos jubilados que lo toleraban porque casi no cobraba, como estaba aprendiendo; fue una época muy violenta en Chicago, pero no tan exagerada como lo cuentan en las pelí­culas donde le echan toda la culpa a los dizques mafiosos italianos. En ese tiempo, dos hombres bien vestidos, muy trajeados, de zapatos boleados se hicieron amigos de Régulo quien ya habí­a aprendido a cortar el pelo.

-Yo no sé qué hagan estos hombres pero en la peluquerí­a he visto cómo el dueño de los billares, el de la tienda de abarrotes, el de la casa de huéspedes y hasta las muchachas bien pintadas que fuman durante horas en la acera de enfrente esperando quien las invite a pasear, van y les entregan dólares bien enroladitos que ellos guardan en la bolsa del saco mientras miran para todos lados “me platicaba el distraí­do de Régulo, quien, como siempre, se entusiasmaba cuando gente tan exitosa buscaba su amistad.

Una vez en tono medio misterioso me dijo: -Andan diciendo que los italianos que van a mi peluquerí­a son cobradores de la mafia, pero yo no creo en esas cosas, ellos se ven buena gente, se rí­en de todo lo que les platico y me han prometido ayudarme cuando me decida a comenzar mi carrera de artista-. Cuando nació mi primer hijo nos cambiamos a una casita de ladrillos en el barrio mexicano que apenas comenzaba a crecer y la criatura me trajo buena suerte porque conseguí­ un nuevo trabajo con un viejito polaco que tení­a una imprenta.

Hací­amos anuncios y volantes que se repartí­an por las calles como publicidad de pelí­culas, de restaurantes, del box y también imprimí­amos tarjetas de navidad. Aunque habí­amos entrado legalmente a los Estados Unidos, desde que se nos acabó el contrato en California debí­amos haber regresado a México, así­ que en Chicago andábamos ya en calidad de mojados y los demás trabajadores de la imprenta del polaco también eran ilegales, pero de distintas nacionalidades.

III

Tení­amos un compañero japonés que no hablaba casi inglés y menos español pero que le gustaba juntarse con los mexicanos, quienes una tarde lo invitamos a cenar menudo en una fondita; luego de disfrutar el platillo tí­pico, Bruno se acomodó como si fuera a dar una conferencia y dirigiéndose a Sato, explicó. -El menudo es de las cosas más sabrosas que se comen en México; claro que es en Jalisco donde se hace el mejor porque allá le dejamos casi toda la caca de la vaca.

Los que entendí­amos la explicación soltamos la carcajada, pero el pobre japonesito nomás nos echaba sus ojitos de rendija con extrañeza y nos preguntaba en medio inglés de qué se trataba, pero a todos nos ganaba la risa y nos hací­amos como que no entendí­amos nada. Creo que Sato investigó como hací­an el menudo porque dejó de hablarnos y cuando se dirigí­a a alguien decí­a que los mexicanos éramos gente mal educada porque nos comí­amos la panza de las vacas con todo y caca.

Nosotros solo reí­amos y tratábamos de explicarle las cosas positivas del platillo. Con el tiempo Sato y los mexicanos de la imprenta del polaco aprendimos inglés y nos hicimos grandes amigos al grado que tuvimos que ir a su casa y le enseñamos las técnicas para cocinar el menudo, exótico platillo mexicano con el que presumí­a cuando se juntaba con otros orientales de Chicago.

Aburridos de estar encerrados la mayor parte del dí­a en la imprenta y temerosos de buscar otro empleo por nuestra condición de ilegales, decidimos probar suerte en la Florida donde comenzaba el auge de los cí­tricos. Solo nos acompañó Bruno que ya se habí­a casado con la paisana de Socorro porque Régulo decidió quedarse en Chicago donde la peluquerí­a era buen negocio, además, acababa de llegar de México una familia en la que destacaba la hija mayor, una frondosa morena que le hací­a ojitos al jalisquillo hablantí­n que a todo mundo le decí­a que algíºn dí­a serí­a tan famosos como Tito Guí­zar.

En la Florida era fácil pasar desapercibidos; habí­a muchos latinos, además, como se necesitaba mano de obra en las plantaciones, las autoridades se hací­an de la vista gorda y no molestaban a nadie. En los pueblos naranjeros nacieron otros dos hijos con los que llegó la necesidad de establecernos en lugar fijo donde se les pudiera dar escuela; no era bueno para ellos andar como œhíºngaros de una huerta a otra donde jugaban y sufrí­an mientras sus padres cortaban naranjas. Sin casi darme cuenta habí­an pasado más de 10 años desde que nos embarcaron en el tren de Guadalajara y los dólares que ganarí­amos no aparecí­an por ningíºn lado.

Fuera de los tiempos de Chicago donde pudimos darnos algunos lujitos, la mayor parte del tiempo nuestra dieta consistí­a en tortillas de harina sancochadas, frijoles bayos, salsa de tomate y refrescos embotellados. Los fines de semana comí­amos hamburguesas o hací­amos menudo, pozole y a veces hasta barbacoa que pasábamos con buenas cantidades de cerveza. En eso nos gastábamos todo lo que ganábamos luego de jornadas extenuantes.

Un dí­a oí­mos a unos paisanos decir que en Texas habí­a muchas facilidades para establecerse, que habí­a oportunidad para arreglar papeles y no habí­a tantos problemas para hacerse de un terrenito. Mientras soñábamos con Texas como la tierra prometida, Régulo seguí­a en Chicago y por carta nos contó que se habí­a casado con Carmen la frondosa y se deshací­a en halagos para su mujer.

-Fue el destino Javier, desde que vi a esta mujer me dije esta te toca pues y que le hago la lucha luego luego; sus papás como que me la querí­an negar porque les contaron el chisme de que fui muy amigo de aquellos italianos, pero tíº me conoces, a labia nadie me gana y que la convenzo. Me quiere tanto que está de acuerdo en que pronto haga un disco con mis canciones porque ya le platiqué que sólo estoy juntando dinero para contratar un buen mariachi. Las buenas noticias de Régulo poní­an tiste a Bruno, no porque fuera envidioso, no, él era un buen hombre, pero le entraba la nostalgia y una desesperación.

-Ya tenemos mucho tiempo en Estados Unidos y hemos conocido puras miserias. Estamos peor que en Mazamitla porque allá tenemos nuestras casas, humildes pero nuestras y acá solo los techos que nos prestan para dormir mientras duren las benditas pizcas; nosotros no tenemos hijos, pero mira los tuyos y la pobre Socorro como sufre cargándolos, alimentándolos y todaví­a tener que trabajar casi como si fuera hombre.

Creo que nosotros, terminando las cosechas en la Florida nos regresamos a México, ya le dije a ésta que, si no me sigue a Jalisco, soy capaz de quedarme en Montescobedo; jodido aquí­ y jodido allá, prefiero mi tierra. La enfermedad de la nostalgia es contagiosa, también la de la tristeza y la desesperación; la partida de Bruno me dejó pensando en si habí­a valido la pena dedicarle tantos años al espejismo de los dólares.

Nunca habí­a regresado a mi pueblo, ni siquiera habí­a mandado alguna carta, si acaso mandaba razones con los paisanos, pero entonces no me daba tanta angustia eso, lo que me desesperaba era tener varios hijos, una mujer en condiciones de darme más y no saber qué iba a ser de nuestras vidas. Yo tení­a un primo que se fue del pueblo hací­a más de 20 años; cuentan que se fue a caballo, bajó de la sierra y agarró veredas por la orilla del mar hasta llegar a Acapulco donde trabajó mucho y se casó con una mujer que tení­a tierras en la orilla de la playa.

Esto me hací­a pensar en que irse está bien; si mi primo tardó tanto tiempo para hacerse rico allá, si yo le terqueo puedo lograrlo en esta tierra donde hay tantos dólares. Las buenas noticias de Régulo y motivado por mi primo rico de Acapulco, decidí­ permanecer en Estados Unidos, pero viajarí­a a Texas donde todo era en grande, donde se hací­an grandes carreteras, presas y se abrí­an tantas tierras al cultivo. Emocionado y contagiando a mi familia de entusiasmo, decidimos viajar al valle del Rí­o Grande, tierra hospitalaria, generosa, de todos, de nadie.

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