El derecho internacional está muerto, la ONU no sirve para nada y prevalece la ley del más fuerte por encima del interés común y del respeto al multilateralismo. Los tratados internacionales cuentan, en tanto todas las partes, deciden reconocerse en ellos y los hacen valer.
No voy a negar que llevamos sistemáticamente viviendo, uno y otro conflicto bélico, en que se pisotean los derechos humanos; las guerras, esas malditas ruecas endemoniadas, una vez se echan a andar no pueden detenerse tan fácilmente.
Es como si ya matando al primero, los demás fueran más fácil de ser asesinados y se anestesian los sentimientos: el ser humano se mata sin pudor en un mecanismo de odio profundo abigarrado a la propia existencia.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la gente no ha dejado de matarse, ni tampoco de odiarse; en los primeros meses de la posguerra, con las heridas todavía en carne viva,los ideales hablaban de construir una paz duradera y un andamio institucional, jurídico y doctrinal que sirviese de fiel de la balanza en el nuevo orden internacional.
Pero poco duró el sueño. Desde que Alemania capituló el 8 de mayo de 1945, el mundo ha vivido decenas de guerras, unas más sangrientas que otras; o más cortas o más largas; unas que incluso han violado artículos de convenciones que buscan un mínimo de humanidad en medio de las masacres. Como la prohibición del uso de armas químicas; o de bombas de racimo o de fósforo blanco o aquellos artículos relacionados con el no bombardeo de zonas civiles como hospitales o escuelas; hay otros sobre el intercambio de prisioneros y la no utilización de la población civil como arma de guerra y la exclusión de métodos crueles como las hambrunas deliberadas.
La realidad es que las guerras en Vietnam, Corea, Camboya, Angola, la guerra entre Irak e Irán; las de Uganda, Bosnia, Kosovo o la de Chechenia; entre muchas más, porque además África vivió sendos movimientos independentistas, en todas se vivió una barbarie.
Y poco se escuchó a la ONU. Si ya entonces en la segunda mitad del siglo XX este organismo multilateral no frenaba las guerras, ni las invasiones, ni los conflictos civiles o las escaramuzas fronterizas; en la actualidad, solo es un ornamento.
La ONU que nació el 24 de octubre de 1945 y viene reuniéndose en una asamblea anual desde 1946, debe reformarse y readecuarse al mundo cambiante del siglo XXI, lleno de enormes desafíos y de multiplicidad de riesgos. Las guerras convencionales son cosas del pasado.
A COLACIÓN
Aquí en Europa, Reino Unido y Francia, intentan que Israel entre en razón y detenga la carnicería que practica todos los días contra los indefensos palestinos de la Franja de Gaza. El gran gueto que Netanyahu quiere destruir a base de bombas y misiles, para que una vez expulsados los palestinos, las excavadoras sionistas puedan reconstruir Gaza y hacer la nueva tierra prometida de miles de judíos fanáticos.
A lo largo de la Historia de la Humanidad, la gente se ha matado miles de veces entre sí en nombre de Dios… eso no es de extrañar. En Israel, la venganza de Netanyahu, por la masacre del 7 de octubre de 2023 llevada a cabo por células de Hamás y de la Yihad Palestina, ha llegado al paroxismo de la locura: matar a la gente de hambre, a casi dos millones de gazatíes, confinados en ese gran gueto del que no pueden escapar ni por tierra, ni por mar.
Ya no es cuestión de nacionalidades o de estar a favor de Israel o de Palestina… es un asunto moral, ético y que tiene además una naturaleza racional y humana. Excluyo a la religión, porque hay quienes se santiguan constantemente, pero disfrutan del asesinato y del sufrimiento del otro.
Creer obcecadamente, que hay un destino manifiesto y que en la tierra prometida, ese Dios, el suyo la quiere libre de palestinos aunque haya que masacrarlos a todos es una doble moral condenable. Primero rezo y luego mato.
Esto debe ser visto desde Occidente como el horror que es y que cruza todas las líneas rojas que ya han sido cruzadas por otras guerras pero esta en especial lo exacerba todo. Solo falta que Israel rocíe con gasolina a los palestinos y les prenda fuego para librarse de ellos lo más rápidamente posible. No tienen una cámara de gas, pero los bombardean sistemáticamente matando a cientos. Callar este genocidio nos hace ser como ellos: de doble moral.
Al traspasarse la moral, la ética y la naturaleza racional y humana, sin que nada, ni nadie, ni ningún organismo pueda frenar la locura de la devastación como si fuese una oda a la danza macabra, el enorme riesgo que se corre es el de la imitación. Si lo hace Israel y nadie lo frena, ¿quién detendrá que se aniquilen a los uigures, a los serbios, a los tutsi y a tantos otros grupos humanos?
El sufrimiento de los palestinos lo llevaremos en nuestra conciencia, lo que nos quede de vida; y, desde luego, Israel no tendrá paz jamás porque de las cenizas del fuego nacerán los hombres y mujeres que en este siglo o en el siguiente vengarán a sus hijos, a sus padres, a sus abuelos y a todos los asesinados en el genocidio. E, insisto, la ONU tiene que replantearse ya. Homo homini lupus.