En junio de 2023, surgió el Tratado de Alta Mar, con la finalidad de conservar y gestionar de forma sostenible la biodiversidad de los mares y océanos. A través de la ONU fue signado por 116 países y debe ser ratificado por al menos sesenta países para su puesta en marcha.
El objetivo principal es la conservación inmediata y a largo plazo de los mares así como lograr una explotación sostenible de la biodiversidad marina en las zonas situadas fuera de las jurisdicciones nacionales. Es casi la mitad del planeta.
El texto del Tratado recoge que esta normativa se aplicará sobre las aguas internacionales para proteger los fondos marinos en la parte de los océanos situada más allá de las zonas económicas exclusivas de los Estados y que se extienden como máximo a 200 millas náuticas de la costa.
Haría falta incluir un código minero porque es una actividad en auge al interior de los océanos y que es mucho más dañina para el ecosistema marino de lo que se cree.
Al respecto, Fundación Aquae explica que la minería submarina o de aguas profundas es un proceso de recuperación de minerales que tiene lugar en el fondo del océano.
“Los sitios de minería oceánica generalmente se encuentran alrededor de grandes áreas de nódulos polimetálicos o respiraderos hidrotermales activos y extintos muy por debajo de la superficie del océano. Los respiraderos crean depósitos globulares o masivos de sulfuros que contienen metales valiosos como plata, oro, cobre, manganeso, cobalto y zinc”, de acuerdo con dicha Fundación.
Hay organismos como Greenpeace que llevan años documentando que esta actividad debería ser regulada y protegida a nivel mundial porque el proceso de extracción genera un impacto negativo en las zonas abisales. “No debería estar permitida en la mayoría de los océanos”.
Mientras permanece en el limbo, siguen concediéndose licencias para la minería oceánica y países como Corea del Sur, India, Francia, Alemania, Reino Unido y Rusia otorgan permisos para que se exploren y exploten franjas del fondo marino que contienen reservas mundiales de níquel, cobalto y de otros minerales.
Bajo la Administración Trump, Estados Unidos está acelerando la concesión de estas licencias de explotación minera submarina en aguas internacionales.
El Tratado de Alta Mar que, no ha ratificado Trump, pero que sí signó el anterior presidente, el demócrata Joe Biden, incluye en su texto un apartado que indica lo siguiente: “Antes de autorizar una actividad en aguas internacionales realizada bajo el control de un determinado país, éste tendrá que estudiar sus posibles consecuencias sobre el medio marino en el caso de que el impacto previsto sea más que menor y transitorio y publicar a continuación una evaluación de impacto periódica”.
A COLACIÓN
No deja de ser polémico este Tratado porque excluyen las prácticas no solo de geoingeniería marina, sino también las actividades militares con los riesgos nucleares incluidos.
Ya en 2017, el dictador norcoreano, Kim Jong-un, amagó con llevar a cabo un experimento en el Pacífico, a través de detonar una bomba de hidrógeno, si Trump (su primer mandato) continuaba con su política de hostigamiento.
El presidente Macron ha propuesto en varias ocasiones que los científicos proporcionen datos crecientes de cómo la radiación nuclear afecta a las aguas marítimas y las especies que lo habitan.
Si hay un país que llegó a realizar sus detonaciones nucleares en el agua es Estados Unidos: lo ha hecho a partir de 1946, probando 67 bombas atómicas, en el Atolón Bikini y en las Islas Marshall con una serie de detonaciones submarinas.
Ken Buesseler, del Centro de Radiactividad Marina y Ambiental en la Institución Oceanográfica Woods Hole, señala que las bombas Able y Baker, nombre clave utilizado por EU para detonarlas en julio de 1946 mataron a casi 50 mil peces.
Pero el problema real va más allá: se trata de que las aguas no tienen un límite, avanzan y se mueven con base a las corrientes marinas e interoceánicas lo que a juicio de Buesseler significa que cada pedazo de océano tiene algo de radiactividad residual de esas bombas.