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Fue bien recibido el decálogo que el presidente Felipe Calderón incluyó en su mensaje del miércoles 2 de septiembre. Le dieron la bienvenida quienes habitualmente califican positivamente el desempeño presidencial (quienquiera que sea el presidente), los partidarios de Calderón y su partido, los ciudadanos animados por la esperanza y la buena fe y, de plano, los crédulos que se fían de lo que los gobernantes dicen.
Como yo no entro en ninguna de esas categorías, puedo afirmar palmariamente que no creo en las palabras de ese mensaje. Más de una vez hemos oído el tono de arenga histórica que adornó al discurso del 2 de septiembre como para dejarnos persuadir por sus énfasis. Al azar escojo lo dicho por Calderón en la presentación de otro decálogo, en que se resumía el Programa de Apoyo a la Economía el 3 de marzo del año pasado. Son palabras del mismo género que las de la semana pasada:
“Hoy tomamos con firmeza las riendas de nuestro destino, para llevar a la nación al futuro distinto y mejor que anhelamos para las generaciones del mañana.”
Ese tono, más propio de un priista de los años sesenta que del jefe del Estado proveniente de un partido que depositaba en la oratoria una porción relevante de su confianza para transformar a México, se basaba en un pésimo diagnóstico de la realidad. Cuando ya la economía estadunidense se desaceleraba, Calderón creía que nuestro país contaba “con una economía fuerte, capaz de enfrentar los ciclos económicos internacionales”. No sorprende su desacierto, porque lo afecta a menudo, sobre todo cuando intenta dictaminar en materias que le son ajenas. Como si fuera médico y contara con la información que deriva del examen directo del cuerpo, afirmó campanudamente en marzo de 2007 que la señora Ernestina Ascensión había muerto de una gastritis crónica mal cuidada, siendo que había evidencias médicas formales de que fue víctima de una agresión física brutal. Igualmente erró al afirmar, como si le constara, que Michael Jackson murió a causa de sus adicciones (con lo cual quiso impresionar a jóvenes para apartarlos de esa destructiva inclinación), mucho antes de que se determinara que esa figura del espectáculo murió a causa de una dosis excesiva de fármacos curativos prescrita por su médico personal.
Como escribió Manuel Gómez Morín, las palabras, como las monedas, se gastan por el uso, y más todavía por el uso fraudulento. Calderón me invitó a descreer de su mensaje desde el comienzo, al decir en el primer punto de su decálogo que se propone “destinar toda la fuerza (…) del Estado para frenar el crecimiento de la pobreza”.
Toda la fuerza del Estado. He recordado al escuchar esa frase una vez más varias ocasiones en que se anunció su aplicación en problemas de diversa envergadura. Y uno de dos extremos ha tenido lugar: o la fuerza del Estado es magra y por consecuencia su uso es ineficaz, no logra vencer al enemigo contra el que se lanza; o proferir la frase es sólo palabrería, retórica huera, que oculta la verdadera intención de no hacer nada en el ámbito respecto al cual se pronuncia.
El 1 de septiembre de 1996, en su segundo informe de gobierno, el presidente Ernesto Zedillo anunció que emplearía “toda la fuerza del Estado” para combatir al Ejército Popular Revolucionario (EPR), que se había mostrado por vez primera un par de meses atrás, en el vado de Aguas Blancas, donde el 28 de junio habían sido asesinados 18 campesinos por las fuerzas de seguridad local guerrerense. Terminó el sexenio de Zedillo, transcurrió el de Vicente Fox y comenzó el de Calderón, y el EPR sigue en las montañas de donde emergió, actuando de tanto en tanto, hasta el punto de haber atacado, con severas consecuencias, instalaciones de Pemex en tres estados de la república, en julio y septiembre de 2007. El secretario de Gobernación de entonces, Francisco Javier Ramírez Acuña (vuelto a la escena federal después de su fracaso en Bucareli, ahora como presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados) repitió, como en la aparición inicial de ese grupo guerrillero, que se aplicaría contra él “toda la fuerza del Estado”. Aunque le ha asestado algunos golpes, como detener y hacer desaparecer a dos de sus militantes, el EPR continúa remontado y vigente, capaz hasta de iniciativas políticas como solicitar la aparición de esos miembros suyos a través de una comisión de mediación ante la cual el gobierno mostró sus incapacidades. En el supuesto de que el Estado no capturó a esos militantes, nada ha podido o querido hacer para que se conozca lo que fue de ellos.
El 2 de abril de 2005 desapareció el reportero del diario sonorense El Imparcial Alfredo Jiménez. Era un informador joven y ya maduro, sobre todo en el abordamiento del tema de temas periodísticos, el narcotráfico. Una de sus fuentes despachaba en la delegación de la Procuraduría General de la República. Hacia allá se dirigió el último día en que se supo de él, de modo que las hipótesis sobre su paradero y su destino implicaban por igual a bandas de maleantes que a personal de la procuración de justicia encargado de perseguir a aquéllos. Como transcurrieran las semanas sin tener noticias de su hijo, los padres de Alfredo Jiménez aprovecharon una visita del presidente Vicente Fox a Hermosillo para demandar la aparición de su hijo. Con la solemnidad a que jamás se acostumbró, Fox prometió que “toda la fuerza del Estado” se encauzaría a la localización del reportero desaparecido y al castigo de quienes lo hubieran atacado. Cuatro años y medio después seguimos ayunos de noticias sobre lo ocurrido al periodista de El Imparcial.
Quizá fue frustráneo el empleo de “toda la fuerza del Estado” en ese caso porque Fox estaba aplicándola en otro menester de mayor amplitud. En marzo de ese año, al iniciar un programa asistencial alimentario, el propio Fox ya había lanzado “toda la fuerza del Estado” contra el hambre, a la que iba a derrotar “muy rápido”, según calculó con su proverbial irresponsabilidad. No hace falta subrayar que ese ambicioso propósito no se cumplió, ni de lejos.
El propio Calderón ha usado la expresión antes del 2 de septiembre. El 29 de ese mismo mes del año pasado, en Cuitzeo, Michoacán, avisó que emplearía “toda la fuerza del Estado” contra el crimen organizado. Dos semanas atrás había ocurrido el despiadado ataque terrorista contra la gente que acudió a la fiesta del Grito en la plaza principal de Morelia, y a esa agresión se refería el presidente. A menos que se crea que los procesados por ese acontecimiento son los verdaderos culpables (aunque hayan sido puestos a disposición de las autoridades por La Familia michoacana, que imputó los delitos a sus enemigos Los Zetas y los capturó ), esa es una nueva muestra de la futilidad de los anuncios que implican a “toda la fuerza del Estado”, acaso porque el poder a que se refiere la expresión ha disminuido al punto de ser inocuo o porque siendo aún vigoroso los resortes para que actúe no están ya, desde hace mucho tiempo, al alcance del titular del Poder Ejecutivo, quienquiera que lo encarne.
Toda la fuerza del Estado: ¡bah!