La fiesta de los sabores

Como me gusta viajar he estado en muchos mercados de México y otros paí­ses así­ que puedo afirmar sin temor a equivocarme que estos lugares son como una permanente fiesta de olores, pero sobre todo de sabores porque aquí­ se encuentran desde hierbas para deshacer hechizos de amor (o de otros) hasta las mejores comidas del paí­s. He consumido alimentos en los mercados de varias oblaciones tamaulipecas y nunca olvidaré los taquitos de bistec que me comí­a en el mercado Zaragoza de Reynosa cuando era estudiante de bachillerato; se me hace agua la boca al pensar en los bí­squetes de El Selecto, frente al mercado de Tampico; me gusta comer caldo de pollo o de res en el mercado de El Mante.

Llegué hace cerca de 40 años a Ciudad Victoria y he venido infinidad de veces al mercado Argí¼elles a disfrutar del ambiente, del colorido, de la variedad de productos y de gente que aquí­ se congrega, pero casi siempre me he dado tiempo para saborear algíºn menudo, bistec ranchero, caldo, gorditas, tacos y cantidad de platillos que se ofrecen en las fondas. También quiero mencionar mercados de otras localidades donde he disfrutado mi estancia como en el de San Juan de Dios en Guadalajara, el de Zapotlanejo (Jalisco). He comido enchiladas potosinas en el mercado de San Luis, pero también huastecas en el de Ciudad Valles; valoré la cochinita pibil varias veces en el mercado de Mérida en Yucatán; comí­ tlayudas en el mercado de Oaxaca y en varios de la Ciudad de México.

De algunos viajes al otro lado del Atlántico puedo decir que también he comido en mercados como el de La Boquerí­a de Barcelona o el municipal de Ripollet, también en Cataluña, España y he visitado los llamados mercadillos que serí­an como tianguis europeos en Parí­s, Madrid, ímsterdam, Lisboa, Roma y otras hermosas ciudades que he tenido la suerte de conocer.

Por otra parte, en arqueologiamexicana.mx, se dice que además de sus funciones económicas, el mercado fue también el centro de reunión informal en la sociedad prehispánica. Ahí­ la gente veí­a a los viejos amigos, hací­a nuevos e interactuaba con forasteros de tierras lejanas; conviví­a, intercambiaba chismes y se enteraba de las íºltimas noticias que circulaban de boca en boca. De manera muy semejante a los conjuntos de tiendas departamentales y centros comerciales en la sociedad actual, el mercado desempeñaba un activo papel en la existencia social y económica de la gente que acudí­a a ese lugar.

El mercado fue una institución de singular importancia económica en la historia mundial porque ahí­ donde aparecí­a, creaba una interacción económica mucho más eficiente. Por definición, los mercados son sitios donde numerosas personas se congregan para hacer trueques o comprarse mercancí­as unos a otros. La historia nos enseña que se presentaron en una amplia gama de sociedades con o sin monedas convencionales y formas de dinero. Los mercados en el México antiguo también se desarrollaron de muchas maneras. En tiempos de la conquista, se establecí­an grandes mercados diariamente en ciudades como Tlatelolco, Texcoco y Tenochtitlan. En ciudades más pequeñas y poblaciones rurales, los mercados se realizaban en fechas alternadas, en ciclos de cinco, nueve, trece y veinte dí­as. Donde fuera que tuviesen lugar, los mercados cumplí­an cuatro importantes funciones económicas en las sociedades que los tení­an.

Primera, los mercados eran el medio principal para que todas las familias se abastecieran de los recursos necesarios que ellas no producí­an. Esto se hací­a mediante formas negociadas de intercambio, que permití­a a las unidades habitacionales administrar sus propios sustentos con un mí­nimo de intervención extranjera. Segunda, los mercados estimulaban una gran cantidad de actividad económica en el seno de las unidades y proporcionaban un excedente para la venta de bienes que eran elaborados por hombres y mujeres. Tercera, los mercados estimularon el desarrollo de una diversificada economí­a artesanal que en tiempos de la conquista rivalizaba con la de la Europa. Cuarta, el impulso económico del mercado hizo a éste un punto de acumulación natural de mercancí­as puestas en venta. Los vendedores en pequeña escala traí­an consigo mercancí­as para venderlas a partir de una base diaria, mientras que otros vendí­an a minoristas que las acumulaban para revenderlas en pequeñas o grandes cantidades.

Por su parte, en sic.cultura.gob.mx, se afirma que, al llegar los españoles quedaron fascinados ante la visión que ofrecí­an los mercados nativos, que eran al aire libre, o sea tianguis. En el siglo XVI hubo pocos cambios en los mercados. Los comerciantes indí­genas traí­an y llevaban mercancí­as dentro del extenso territorio de lo que fue el imperio azteca. Continuaron vendiéndose productos autóctonos, a los que se adicionaron algunos provenientes de España, sobre todo manufacturas. Las semillas de cacao siguieron fungiendo como moneda, a la par que las metálicas que se empezaron a acuñar; el cacao conservó su valor monetario hasta principios del siglo XIX, al menos entre los grupos originarios.

A partir de 1580, con el pósito (asociación) y la alhóndiga (almacén), la intervención del gobierno en la comercialización de granos básicos es abierta. Por su parte, el clero empezó a cobrar importancia como productor de alimentos y en los dos siglos siguientes llegó a ser muy poderoso. La preponderancia comercial de los españoles civiles y religiosos no eliminó a los indí­genas. En 1703 se inaugura El Parián, mercado ubicado dentro del Zócalo capitalino. 1778 marca el inicio de la apertura comercial española: se termina con el sistema de flotas exclusivo entre Cádiz y Veracruz, abriéndose el comercio para otras doce ciudades hispanas. No obstante, el uso de otros puertos mexicanos, además de Veracruz, se dio hasta 1820.

Al finalizar el periodo virreinal, la actividad comercial capitalina tení­a como centro la Plaza Mayor y contaba con El Parián, los portales de Mercaderes, las Flores y la Diputación, además del mercado de El Volador, donde hoy está la Suprema Corte de Justicia. En el siglo XIX continuaba la cacerí­a de aves acuáticas en los lagos del valle, calculándose que los capitalinos consumí­an cerca de un millón de patos anuales. El mercado de Tlatelolco ya habí­a cedido su preeminencia al de San Juan. Durante el siglo XIX hubo un deterioro en abasto de alimentos, derivado de las convulsiones polí­ticas. El porfiriato, aunque fue una era dictatorial, trajo consigo mejores condiciones para el comercio. Es cuando surgen los tendejones.

El texto anterior fue parte de mi participación en la presentación de los avances de la novela del escritor tamaulipeco Alfredo Marko (Sueños Pitiados de un falso Noé) cuya trama se desarrolla precisamente en un mercado. Gracias por la invitación y gracias a los estudiantes de las licenciaturas en Sociologí­a e Historia y Gestión del Patrimonio Cultural que nos acompañaron.

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