Pocas personas saben resistirse a la aparición de un dulce. Siempre apetecibles, un pastelito, una galleta, un helado, una mousse hacen sucumbir al más disciplinado de los mortales. Todavía no ha desaparecido el dulzor y la cremosidad en la boca que ya ha saltado en el cerebro una sensación de culpa. ¿Por qué el azúcar se ha convertido en el demonio dietético de nuestro tiempo?
Nuestro cuerpo necesita azúcar para funcionar y lo sabe. Especialmente, el cerebro, los músculos y el sistema nervioso lo usan como combustible. Por eso los deportistas –especialmente quienes realizan esfuerzos prolongados o intensos– lo ingieren en cantidades inmoderadas cuando están en pleno ejercicio. Es la manera de que la maquinaria no se detenga de golpe.
Muchos alimentos contienen azúcares naturales. Por eso una persona que realiza un trabajo no especialmente físico no necesita comerlo suplementariamente. Cuando lo hace, la respuesta está en el espejo: mofletes, barriga, “cartucheras”. Y una lista horrorosa de enfermedades: caries, diabetes, afecciones cardiovasculares, gota… Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), una dieta saludable no debe exceder del 10% de azúcares en la ingesta diaria.
El azúcar está entre nosotros desde muy antiguo. La caña que lo produce es originaria del delta del Ganges, por lo que se considera que serían las sociedades indias las primeras en tener conocimiento de este tesoro que se consigue al triturar esa planta y posteriormente hervir y cristalizar su jugo. En los textos sagrados del Ramayana que tienen su origen hacia 1200 aC ya se cita el azúcar.
Llegado de Oriente
Los griegos consideraron que el azúcar tenía propiedades medicinales y en casos de emergencia sirve para curar heridas feas
Las caravanas nos lo trajeron de Oriente, deteniéndose primero en Persia y luego haciéndolo llegar a nuestras costas. Los antiguos griegos lo consideraron una medicina, lo que explicaría el nombre científico que posteriormente se le dio a la caña (Saccharum officinarum, es decir, con propiedades médicas). En momentos de emergencia, exploradores, aventureros y alpinistas han recurrido al azúcar para ayudar a cicatrizar una herida fea.
En la Edad Media, la república de Venecia se convirtió en la principal potencia comercializadora de azúcar ya en el año 966. Tenía tanto valor que se utilizaba como moneda, compactado en bloques alargados llamados “pilón”, con un aspecto muy parecido al que todavía hoy se comercializa en todo Marruecos para preparar el refrescante –y superendulzado– té a la menta. Pasaron menos de dos siglos antes de que Narbona impusiera sobre este producto el primer impuesto que se conoce, en 1153. La cosa ha durado mil años y tal vez dure mil más, solo hay que ver las tasas especiales que hoy en día se implantan sobre las bebidas cargadas de jarabe de caña.
En el Viejo Mundo la verdadera locura por el azúcar se remonta al siglo XVIII. Es decir, hace más de trescientos años que nos pirramos por las cosas dulces. En aquel momento fue la moda de ingerir chocolate y café la que desbocó el consumo del azúcar. Paradójicamente, dos golosinas que necesitaban la adición de endulzante.
Los primeros conquistadores habían llevado la caña a América en 1506. La planta se adaptó perfectamente a casi todo el continente y arraigó hasta el punto de que todavía hoy Cuba es el principal productor de caña de azúcar del mundo. A nadie importó que para hacer funcionar las grandes plantaciones y los ingenios azucareros se recurriera al esclavismo, la esquilmación de millones de africanos.
Ahora miramos las etiquetas de los productos que compramos intentando detectar cuánto azúcar contiene cada cosa y qué daño puede provocarnos. Pero nadie que siga una dieta sana de productos frescos, verdura, frutas, pescado y poca carne minimizando lo ultraprocesado debería temer a zamparse un buen postre de vez en cuando. Porque cuando hablamos de postre pocos imaginamos una manzana. Y menos si estamos en la mesa de un restaurante. Al contrario, cuando salimos a comer esperamos que el remate de un ágape sea una coronación dulce, una absoluta delicatessen. De ahí que los pasteleros y reposteros hayan adquirido tanto rango y notoriedad en la alta cocina. Ya no hay locales que no tengan a su especialista, un orfebre del chocolate, la nata y las cremas que es el que deja al comensal con la sensación final, justo la anterior a la de desenfundar la tarjeta de crédito.
Ahora todo el mundo conoce los nombres de un buen puñado de pasteleros que se afincan en restaurantes con estrellas Michelin, y que incluso impulsan sus propios locales y marcas: Dominique Ansel, Jessica Preálpato, Jordi Roca, Pierre Hermé, Cedric Grolet, Elsa Olmos, Olivier Bajard, Oriol Balaguer, Paco Torreblanca… acumulan galardones en concursos inimaginables hace cincuenta años: mejor pastelero del mundo, mejor cruasán, mejor panettone, rey del chocolate… Su arte embelesa no solo por el resultado, sino porque es imposible desgajarlo de la artesanía.
Aunque haya maquinaria que ayude, la pastelería y repostería todavía tienen mucho de pieza hecha una a una, con delicadeza y creatividad. Hay que ceñirse a la dictadura de las dosis (la mejor manera de fracasar al hacer un pastel es no atendiendo a las medidas que se recomiendan), pero a partir de ahí todo es mimo y pulso. No se puede mecanizar una mona de Pascua o un massini, tienen que intervenir las manos.
Ante la –razonada– demonización del azúcar, se ha comenzado a recurrir a las diferentes versiones que del producto se pueden encontrar. Antes que nada hay que señalar que todo el azúcar (la producción mundial es de unas 200 millones de toneladas por año) se obtiene en un 80% de la caña y en un 20% de la remolacha azucarera. En muchos países tropicales, masticar las fibras de un pedazo de caña sigue siendo una golosina barata para los niños, que fomentan así una caries implacable. También el primer zumo, obtenido con tan solo machacar los troncos entre dos ruedas, es un refresco al alcance de casi todos. En Cuba le llaman guarapo, y se incorpora también a la confección de sofisticados cócteles en templos históricos de la bebida como La Bodeguita del Medio de La Habana.
El azúcar blanco que tenemos en casa es el más refinado de todos. También lo hay moreno, que es de color café y el resultado de un proceso más corto. El moscovado es oscuro y húmedo, pues contiene parte de la melaza. Para algunos, es el más saludable de la familia. El azúcar cande toma su nombre de la palabra árabe para denominar al azúcar cristalizado (qandi). Es un procesado del blanco, y es usado frecuentemente en la repostería de Alemania y Escandinavia. Precisamente los árabes fueron quienes descubrieron cómo hacer el toffee, mezclando caramelo de azúcar con nata (sorry, British), aunque su finalidad no tenía que ver con la comida: se usaba como pasta depilatoria en los harenes más exquisitos.
Diversos usos
El azúcar ha sido utilizado también como conservante de las frutas en la preparación de compotas y mermeladas
Exceptuando el jarabe de arce, por el que los canadienses tienen predilección tal vez más por una cuestión patria que organoléptica, otros azúcares obtenidos del dátil, la uva o el higo son insignificantes en el montante total de la producción mundial anual.
El azúcar es un conservante muy conocido en nuestro hogares. Cuando las frutas eran de temporada, en todas las casas se preparaban mermeladas y compotas. Ahora esta práctica ha quedado reducida a un hobby, excepto en aquellas casas que poseen huerto y que saben de la explosión estacional de los frutos.
Fuente: lavanguardia.com