Proceso.com: …Y AMLO en la retaguardia

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ALEJANDRO SALDíVAR
MEXICO, DF, 15 de octubre (apro).- La espalda le duele. Las consignas se le mezclan. Tantos héroes. Tantos años viviendo historias. Alfredo Ara es un vendedor con una tina de refrescos a cuestas. Tiene 60 años y hace cuatro que simpatiza con el movimiento lopezobradorista, y está seguro de que logrará algo. No le importa ir en la retaguardia porque, dice, “hay gente que merece pelear al frente y esta vez no le tocó a nuestro presidente.”

Andrés Manuel López Obrador llegó a recibir con abrazos a sus compañeros. Los estrujó y los palmeó uno por uno, levantó el puño ligeramente, besó a un bebé en sus brazos, se tomó fotos. No dirigió discursos, pero dejó escapar declaraciones, según él, “es una infamia dejar sin trabajo, en tiempos de crisis, a 50 mil trabajadores, es una injusticia, es inhumano”.

Y en cumplimiento a su promesa de no caer en protagonismos, murmuró: “Las acciones las decidirá el sindicato”.

—Desde 2006, con el desafuero no se veía tanta gente —susurra una pareja. Ana Nicholson, estudiante de periodismo, sigue a López Obrador desde el desafuero y se solidariza “contra los fascistas que quieren privatizar Luz y Fuerza del Centro”.

También está convencida de que con Andrés Manuel en la retaguardia, “quita el protagonismo de López Obrador y le da fuerza a Martín Esparza”, secretario general del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME).

En un camión con bocinas y con la actriz Jesusa Rodríguez al micrófono, se denostó a los “poderosos” y se hizo hincapié en las supuestas “mentiras que buscan manipular a los televidentes”.

Los sombreros ya volaban de las cabezas y Magdalena Vázquez, una Adelita, sonríe con la idea de que López Obrador encabeza la marcha, “cómo no la va encabezar, allá va, viene con sus Adelitas. No es su manifestación, pero apoyamos al SME”.

Azael García se enciende cada que pronuncia “O-bra-dor”, enumera de memoria las cifras positivas del sindicato, está convencido de que hace falta una cuarta Revolución “para que la gente reaccione”; él cree en el SME porque “la gente tiene prestaciones”.

Los puestos de dulces ya están iluminados por las velas. Tiritan con el viento, pero el pensamiento de Enrique, un vendedor ambulante, es firme.

—¿Te levantarías en armas?

—Pues sí, la justicia no hace nada, Calderón tiene poca madre, vamos a tener que vivir con velas y, por defender al pueblo, tomo lo que sea.

A unos pasos de él, otra vendedora expresa: “La luz es de todos, no de Calderón. Es más, la luz es de Dios y nadie más”, dice preocupada Guadalupe, de 67 años.

Cuando los lopezobradoristas llegaron a Bucareli, las palabras ya estaban secas en la garganta. El político tabasqueño se aclaraba la tos y les hacía a sus compañeros un ademán de despedida.

Algunos le devuelven el saludo y otros desaparecen. Era hora de suspender la historia, de olvidar la revolución y partir rumbo a Bucareli, donde las vallas cambiaron su ruta.

“Ya tenemos la orden de partirles la madre”

—Ya tenemos la orden de partirles la madre –cuenta un policía federal mientras el rumor de la marcha se extiende sobre Bucareli.

—¿Aunque corra sangre?

—Como sea les vamos a partir la madre por revoltosos –dice convencido, detrás de uno de los cuatro enrejados que impiden el paso a la Secretaría de Gobernación.

Del otro lado del muro, “Moreno” y “Pacheco”, dos estudiantes del Poli, utilizan de portería el enrejado. No les importa que existan muros mientras puedan jugar “una cascarita”.

Moreno da un chanfle hasta los pies de una señora inconforme. “El pinche enano y el otro marrano se escudan en ustedes, pendejos”, les grita a los federales mientras agita su bastón.

“Las vallas son para impedir el paso”

—¿Para qué son las vallas? –se le pregunta a un grupo de niños de quinto año de primaria.

—Para no dejar pasar a los malos, van a pelear, a marchar, son los electricistas –responde Enrique con la boca pegajosa de tanto caramelo.

—En la escuela nos dijeron que no saliéramos de nuestras casas porque los marchistas van a robar las carteras –confía Sofía encorvada por su mochila.

—Los policías son buenos, ellos defienden La Ciudadela –aclara Angélica, inquieta porque el muro gris y oxidado no la deja llegar a su casa, en los alrededores de Gobernación.

Por su parte, Graco Ramírez, senador del Partido de la Revolución Democrática (PRD), está inquieto, camina de un lado a otro, hace llamadas.

Los policías federales le impiden el paso. A unas cuadras de La Ciudadela, en la colonia Juárez, se erigen muros tan altos como las copas de los árboles.

—¿Para qué son las vallas? –se le cuestiona al senador.

—Son para lo que son, para impedir el paso –responde tajante.

—¿A dónde va?

—Vengo a una reunión con el secretario (Fernando Gómez Mont) –informa mientras guarda su teléfono en su saco.

—¿No cree que violan el derecho al libre tránsito?

—Son para impedir el paso –reitera, mientras un trabajador de Gobernación le abre paso.

“Lo-za-ni-to, lo-za-ni-to”

Los brazos de los obreros se entrelazan como una maraña donde las consignas se entreveran con los platillos callejeros: tlayudas, hotdogs con jalapeño… En la manifestación los participantes comparten los cacahuates con salsa y los tamales en hoja de plátano. El STUNAM, los tranviarios y los maestros se convidan tepache en bolsa y bocanadas de cigarro.

De las bocas nace una rechifla como quien apaga una luz:

“Sacaremos a Felipe de los huevos”. “Fe-li-pe cu-le-ro de-vuélve-me mi em-pleo”. “Lo-za-ni-to, lo-za-ni-to dón-de estás, dón-de estás; chin-gas a tu ma-dre don-de estés”.

En la columna del Angel de la Independencia los manifestantes se montan en los hombros de las estatuas que representan la ley y la justicia, les cuelgan banderas, les pegan pancartas. Recuerdan la revolución.

El oleaje humano suda junto con las pancartas que recriminan la extinción de LFC.

Los helicópteros de la Policía Federal opacan el griterío al tiempo que aumenta la rechifla. “Mexicanos al grito de guerra”, reza una manta, “Si no hay solución habrá Revolución”, canturrean los sindicalistas.

“Ese es mi gallo, ¡chingao!”

En privado, Martín Esparza habla bajito, despacio. Es un hombre al que le gusta hablar mucho, dar nombres y apellidos. Casi no mueve sus manos y sólo lo hace que para rascarse la nariz y levantar un vaso con agua. Una chamarra de ante oculta sus brazos; a su cuello lo rodea una cadena de oro.

“Ese es mi gallo ¡chingao!”, grita un agremiado cuando lo ve pasar. Dice el proverbio priista que “la política es como una pelea de gallos: sólo uno gana y el otro se muere”.

En público, el líder sindical del SME levanta el puño, grita por el altavoz. Sus “camaradas de lucha” lo imitan. Una jubilada decrépita agita el brazo. Un agremiado está seguro de que pasará a la historia mientras sorbe una nieve derretida.

Lo mismo acusa a Lozano Alarcón –secretario de Trabajo de Calderón– de ensuciar con sus manos la “autonomía sindical”, de que los empresarios le quieren “quitar” al pueblo lo que le pertenece.

“No so-mos uno no so-mos ci-en, pin-che go-bierno cuén-ta-nos bien”. Las matracas giran con la misma fuerza que las hélices de los helicópteros. Un simpatizante del STUNAM que frecuenta las marchas ya había visto mucho y nada le sorprendía. “Siempre son las mismas pinches consignas, los mismos pinches rateros”.

Las mentadas de madre son tan frecuentes como las lenguas cansadas y las frentes sudadas. Frente a unas oficinas de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), los brazos de Leticia ya están cansados, pero marcha porque “el gobierno no puede tumbar el sindicato más grande, porque si lo tumban, los demás desaparecen”.

Las mantas disidentes serpentean el aire y un manifestante manda un saludo gamberro a los conductores de los noticiarios estelares. “A ver si sacan (en la TV) esto, culeros”, se desgañitan las bocinas.

En la Plaza de la Constitución los manifestantes se desbordan. Cien mil personas. 200 mil, dicen. Y no importa, las palabras de Martín Esparza son la mecha del incendio en algunas pancartas, en algunos monigotes.

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